CALLE VIVA | PLAZA SAN ANDRÉS

De la cruz de San Andrés a las Edades del Hombre

Conocida como la plaza de las Atarazanas, pasó a llamarse como se conoce ahora por una cruz de mampostería

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La vieja plaza de las Atarazanas, que equivale a arsenal, se llamaba así, probablemente, porque debió de existir un almacén de armas o munición. Había en el centro de la plaza una cruz de mampostería que, a ojos de muchos rectos jerezanos, cuando llegaba la noche y todos los gatos son pardos, era lugar de malintencionados. Roberto Gordon decidió en 1788 dirigir un escrito al Ayuntamiento solicitando «licencia para que pueda quitar de donde se halla la citada Cruz dejando sitio que ocupa libre y el uso común y, porque no decaiga en aquellos vezinos el culto y devosión que han tenido a la Santísima Cruz, ofrece el suplicando colocar la misma y la efigie del Santo Apóstol San Andrés en la esquina de dicha plazuela y calle del Clavel». San Andrés, venía a explicar dicho documento que consta en el libro Capitular de 1788 en su folio 777, por ser «particular devoto de la Santísima Cruz».

El Ayuntamiento acordó dar licencia a don Rodrigo Gordon toda vez que, según explicita el Acuerdo de 1º de agosto de dicho año, en su folio 718, «no se sigue el más leve perjucio al común ni a particular y se logra el que se hermosée dicha plazuela y calle, está con quitar todas las rinconadas que forma, y una y otra con la luz que le comunicará la farola que se ha de poner en la esquina de la casa-bodega que allí tiene el mencionado don Roberto». Y tras la decisión tomada por el Cabildo Municipal, pasó la plaza a llamarse como San Andrés.

Sin cruz

Después de más de dos siglos, en la plaza San Andrés no queda ni la cruz del santo –conocida por todos con su característica forma de X– ni el santo Apóstol que convierte mosto en vino. La última remodelación se produjo hace unos cuatro años y, al parecer, no tiene muy contento a los vecinos. «Esto que han hecho no lo entiende ni el que lo concibió», comenta una señora. Un señor que ha entrado en la famosa cervecería Amberl dice con cierta gracia que «al menos tenemos aceitunas cuando llega la temporada», en clara alusión a los olivos chatos que están plantados. Otro señor, que tampoco da su nombre pero que es conocido por su trabajos artísticos en la ciudad, dice que «el primer fallo es que la plaza no tiene lo que debe tener cualquier espacio abierto que se precie: sombras de árboles». Del monumento de Las Edades del Hombre… la gente ni contesta. De los frescos chorros de agua que no paran de salir de las tres fuentes… nadie habla. Arte incomprendido.

La casa de don Rodrigo todavía está en pie. Justo delante del monumento de Nuria Guerra. Un caserón color albero cerrado a cal y canto. Los descendientes de don Rodrigo todavía mantienen el edifico, pero viven fuera de España. Son los descendientes del marqués de Torresoto. «Tienen un enorme casco de bodega por la parte trasera», sentencia alguien que pasa.

Mientras, en el número 8D está Alfonso. Este hombre se conoce la plaza de memoria. Sale todas las tardes a la puerta de su preciosa casa a ver si encuentra a un futuro Mozart que vaya camino del Conservatorio que está al lado, en la calle Rosario. Alfonso es un tipo simpático con un sentido de la ironía muy afilado. Hay que ser inteligente para entender sus cosas. «Mira ahí; donde está el restaurante chino estaba el bar del Chino. Pero el del bar era más jerezano que tú y que yo. Más allá, donde ahora está la funeraria, era la casa de don Manuel Chaves Castaño, un extremeño que era matarife a gran escala. Frente a nosotros estaba Transportes El Tela. Y la casa donde ahora están las pinturas era de César García, un ejecutivo de las bodegas González Byass, que la hizo a su gusto», narra.

El número 8

Haciendo esquina con la calle Antona de Dios está la casa que compró en 1967 Fernando García Fernández-Palacios. Fernando era hijo del afamado abogado José García Barroso, que también destacó como ganadero de reses bravas en su finca de Picao. Fernando era corredor comercial y abogado. Estaba enamorado desde pequeño de esta casa, nos comenta su hijo Fernando García. «Mi padre nació en la calle Antona de Dios, y cada mañana se quedaba prendado con el palomar que sobresalía de la vieja casa que era el número 8 de San Andrés», afirma. Bastantes años después, suponemos que, como corredor comercial que era, pasó por delante de sus manos la venta de la casa y pensaría que esa era la ocasión. Desde entonces, su viuda vive en la preciosa casa con dos de sus hijos. Se trata de una casa de estilo neoclásico del XIX, blanca fachada y sobrecogedora si se mira desde fuera. Rematada por la parte alta con un palomar que le da una prestancia y una elegancia que no ha perdido a pesar de los años. Fernando García cuenta que «es difícil de mantener. Ahora estamos ya esperando el tiempo de calor para hacer frente a los techos. Están bastante mal. En fin es una delicia vivir aquí, pero también acarrea sus problemas, no te creas».

Gabriel Capón tiene siempre el bar preparado para la hora del trago. «Somos un bar informal, no respondemos a un patrón. Desayunos por la mañana, tapas y vinos o cerveza al mediodía y un lugar agradable para una cenita», comenta mientras seca los vasos con una bayeta. El nombre le viene al bar simplemente de «querer buscar una palabra pegadiza. Sin más. Me pareció curioso Don Vito, es muy italiano», subraya. Falta Corleone para redondearlo.

Y al fondo, la música que traspasa las paredes del conservatorio. Los chicos no paran de resoplar los instrumentos de viento y una hoja se desliza como empujada por tanto soplido pubertino. Silente, en cambio, está el viejo cine Jerezano, todo un clásico de las generaciones anteriores a los noventa. Preciosa sala y comodísimo lugar para tragarse una de romanos... o hacer como el que está atento. Una excelente obra diseñada por el arquitecto José María Garrido que se ejecutó en los años cincuenta.

San Andrés con sus olivos incomprendidos, con sus estudiantes de la Salle que cada mañana salen a tomarse el bocadillo al solecillo, plaza de casas señoriales y de vecinos un tanto socarrones, a vueltas de todo. La plaza iluminada siempre por su jerezanía y su historia de cruces y botellonas nocturnas. Llegaron a llamarla la plaza triste. Un tanto melancólica, otoñal y enigmática. De esos lugares que imprimen carácter.