MAR ADENTRO

Julia Guerra, con el pie izquierdo

Julia Guerra tenía un cuerpo grande, un corazón enorme y una moto minúscula. El domingo, cuando iba a currar, murió golpeada por la velocidad, que es todo lo contrario a la poesía. A ella, le sobrevive Abdul, su marido marroquí, con el alma en un puño, una legión de amigos y un puñado de libros escritos a caballo entre las tierras de Navarra, donde nació, y las del Estrecho, donde eligió vivir y terminó muriendo.

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Aunque dicen que sus cenizas van a dispersarse entre el Campo de Gibraltar y Aezkoa, todavía puede distinguirse su sombra en forma de versos a la memoria tricolor de los fusilados en el cementerio de Algeciras. O en los que leía en las manifestaciones a favor de que los inmigrantes dejen de ser el coco en los discursos electorales: «Bienvenidos seáis/ caminantes del Mundo,/ a la orilla del Amor,/ donde no existen fronteras/ para los corazones./ Bienvenidos seáis/ pese a leyes ingratas,/ a la orilla de la amistad,/ donde no existen razas/ para los seres humanos que lo son./ Bienvenidos seáis/ hombres y mujeres/ a la playa de la libertad/ donde no hay naufragios/ que rompan vuestros sueños./ Bienvenidos seáis/en nombre de la razón/ y la justicia».

No solía figurar en las antologías, pero contaba con sillón propio en la Academia Republicana de la Ternura. Ni los versos de Dos orillas, traducidos al árabe, ni los de Los hijos de la sombra, Cárcel de la memoria y Al viento, un libro escrito precisamente a partir de la muerte accidental de un amigo. Como prefería que sus textos corriesen por la barra de los cafés y el aire libre de las plazas públicas, en el resto de la provincia, apenas se conocía su palabra conmovida, sus 55 años de entusiasmo en contra de la mala suerte, del mal fario y de los malos espíritus. Aunque un día, eso sí, me topé con una edición de su primer libro, Testamento de lunas (1983), en los entrañables anaqueles de la librería Raimundo.

Julia Guerra tenía un inevitable aire de madonna, pero en el fondo era un bardo celta. Tenía vocación de voz de la tribu y una perspectiva de la realidad contemporánea próxima al claroscuro barroco: «... La raza humana/ siglo tras siglo/ ha trazado sus líneas diferentes./ Dos orillas: Ricos y pobres./ Unos viven./ Los otros sobreviven./ En medio/ tú y yo/ frente al Telediario».

En la noche del lunes, su cuerpo ardía mientras la derecha, con traje nuevo e ideas jurásicas, como si hubiéramos dado marcha atrás a los relojes, pregonaba desde los televisores que la inmigración era un peligro, como siempre lo fueron los rojos. Y que nos aguardaba el separatismo y el libertinaje a la vuelta de la esquina o a la vuelta de las urnas.

Ignoro si, de seguir viviendo, Julia hubiera buscado un coche para acercarse mañana jueves al pantalán de San Felipe en La Línea, para protestar junto a los ecologistas contra la contaminación de las aguas, vengan de donde vengan. Pero estoy seguro de que el próximo domingo habría saltado de la cama y, con su moto minúscula, su corazón enorme y su cuerpo grande, se hubiera acercado a votar. Quizá en su memoria, yo lo haga ese día. Apenas me levante, eso sí. Como ella, con el pie izquierdo.