Tribuna

La verdad es que

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Nunca como hasta ahora hemos necesitado muletas para hablar. Muletillas, coletillas, latiguillos, llámelo como quiera, muletas, ortopedia lingüística, en definitiva. Se han hecho tan necesarias, que parece como si nos costara un excesivo trabajo atender a los principios de claridad, economía y coherencia por los que se rige la expresión oral y anduviésemos perdidos en una maraña de conceptos y realidades que nos impidiera comunicarnos con normalidad. Siempre ha sido así, dirá usted. Y probablemente, dirá usted bien, porque en el transcurso de una conversación alargamos las respuestas, muchísimas veces sin necesidad, tal vez para dar a entender que estamos prestando atención a lo que nos preguntan, o tal vez porque no tenemos ni idea de cómo utilizar nuestra propia lengua sin apoyarnos continuamente en determinadas palabras o frases sin sentido. Son, ya lo sabe, palabras de moda generalmente arrancadas de alguna serie de televisión, de algún político nefasto -me encanta esta frase hecha, que es de Ramón J. Sender por si alguien pregunta-, o de algún personaje famoso, que mantienen su vigencia hasta que aparece otra que la sustituya. Y son tan altamente contagiosas y se propagan a tan alta velocidad que es muy difícil no caer en la tentación. Algunas -muy pocas- quedan en el vocabulario y llegan a formar parte del acervo lingüístico, otras mutan con rapidez y la gran mayoría muere del propio abuso al que las sometemos.

A veces resultan inevitables, -¿vale?, ¿sabes?, ¿no?- y otras resultan tan irritantes que entran ganas de terminar la conversación a la primera oportunidad. Me refiero, ya lo sabe usted, a esa insidiosa manera de comenzar todas las frases con un «la verdad es que.», con una intención confesional tan banal que ofende a cualquiera. Enciende uno la tele y pone el canal local más visto de Andalucía -eso es lo que dicen en los anuncios de Ondacádiz-, sale una ninfa con cara de «a ver qué digo ahora» y le preguntan «¿te está gustando el concurso?», a lo que responde «la verdad es que sí», «¿ha estado bien esta chirigota?» «pues la verdad es que sí», «¿te esperabas salir ninfa?», «la verdad es que no», cogen a la amiga que está al lado y que tiene la misma cara de no saber qué decir y le preguntan «¿está el nivel alto este año?», «la verdad es que sí», «¿chirigota o comparsa?», «la verdad es que las dos», «¿te ha gustado el cuarteto?», «la verdad es que sí» contesta como si estuviera prestando declaración ante un juez y su credibilidad estuviese en juego. Retransmiten cualquier cosa desde la plaza de San Antonio y dice el presentador o presentadora o quien quiera que en ese momento tenga que rellenar hueco «la verdad es que está la plaza de San Antonio llena» a lo que su interlocutor responde «así es, la verdad es que el tiempo se está portando», «la verdad es que desde primeras horas de la tarde hay gente», «la verdad es que no esperábamos tanto público», replica el otro. Entrevistan a algún autor -autor, ya sabe usted que es siempre alguien que saca una agrupación en carnaval- «¿está contento con la actuación de su grupo?» «la verdad es que sí. No nos esperábamos esta respuesta del público y la verdad es que estamos contentos. El público ha respondido como esperábamos y la verdad es que nos vamos satisfechos», que traducido resulta, que sí, que están contentos y nada más. Sale la diosa, con su bolsita de Tío Pepe -¿nadie le dijo a esa criatura que soltara la bolsa antes de saludar?- y dice «la verdad es que no me esperaba esto para nada». Cambia de canal -aunque parezca mentira, no sólo de Ondacádiz vive el hombre- y sale cualquier jugador de cualquier equipo de fútbol entrevistado al final del partido, «¿satisfecho con el resultado?» dice el locutor, «la verdad es que sí. No nos esperábamos esta respuesta de la afición y la verdad es que estamos contentos». Pues vaya, dice usted, qué manera de comenzar cada frase encadenando esas cuatro palabras que no significan absolutamente nada. Sale la presidenta de la Junta de Andalucía y comienza un «la verdad es que», sale el presidente del Gobierno y dice «la verdad es que», sale cualquier alcalde y empieza a hablar con un «la verdad es que», sale el hermano mayor de cualquier cofradía y suelta un «la verdad es que». Es tremendo, la verdad.

Esa continua necesidad de reafirmar la pamplina que vamos a decir con un «la verdad es que» lo único que crea en quien lo escucha es una ansiedad y una duda existencial que le lleva a preguntarse si esa insistencia en dejar bien claro que se está diciendo la verdad no obedece, en el fondo, a una imperiosa necesidad de transparencia, de luz en los mensajes que nos llegan. Me gustaría pensar que como estamos tan hartos de mentiras, tan cansados de verdades a media, ese ataque de sinceridad con el que encabezamos nuestros discursos parece un acto de rebeldía, de reafirmación, de ¡cuidado!, que yo sí que digo la verdad.

Pero mucho me temo que no es así. Los niveles de sinceridad siguen siendo los mismos y las cuatro palabras de marras que no dicen absolutamente nada desaparecerán de nuestro vocabulario cotidiano cuando menos lo esperemos. Porque la verdad -la de verdad, no la de pose- como decían en Expediente X, está ahí fuera. La verdad es que sí.