EL MAESTRO LIENDRE

LA SOLEDAD DEL PEATÓN

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Pasó el martes. Pasa a diario. El ciclista, casi treintañero, sin la esperanzada disculpa que merecería un crío, pasó tan rápido, tan cerca del rostro de la señora, que le afeitó la cara. Ella caminaba, salía de la esquina a una de las calles más comerciales del centro. El bípedo veloz la recorría con estela, como si fuera un velódromo. El susto paralizó a todos los que recrearon un accidente que no fue por milímetros. El tío ni se paró. La peatona abrió mucho la boca. Cuando todo el mundo se recuperó, el cafre iba lejos pero escuchó algún improperio, rematado por un ruego: «¡Párate por lo menos!». Todavía tuvo la vergüenza de responder: «Los coches no se paran cuando me tiran a mí».

En ese momento, una de las observadoras, influida por el severo monográfico papal, sentenció: «Estos de las bicis son como los curas, todo el día molestando porque dicen que les atacan». Y pensé que nadie ha resumido mejor las confusas sensaciones que muchos ciudadanos hemos tenido estos días. La visita papal o los actos religiosos locales que se han encadenado resucitan un debate que, por más que se agite, sigue inamovible. Tanto, que todos hemos tarareado, por vigente, un cuplé de chirigota de 1983 al que no hay que cambiarle ni una coma.

Como las asociaciones mentales son libres, por ahora, no dejo de darle vueltas al paralelismo. Los que van en bici, algunos, muchos, toman la calle sin decreto ni preguntas. Desde su minoría, algunos, imponen el susto a una mayoría silenciosa, informe, desorganizada y apática: Los caminantes. Esas ruedas igual vuelan por las aceras que cruzan por los pasos de peatones -como si lo fueran-, después de bajarse de una, para volver al exiguo carril si les conviene. Violan normas de tres en tres porque, claro, son vulnerables. Tienen justificación. Su fragilidad. Es cierto que hay mil tragedias que confirman que el que va en bicicleta es débil ante un automovilista desaprensivo, cabrón o apresurado. Nadie puede negar que han sido -son- víctimas. Pero es incomprensible que desahoguen esa justa ira sobre los que pretenden convivir pacíficamente con ellos, contra los únicos que son más vulnerables: los que andan. Los que caminan, suelen ser tibios, tolerantes e indefensos. Ni siquiera tienen conciencia de grupo, porque algunas veces los mismos peatones conducen coches, dan pedaladas en dos ruedas o acompañan el manillar de niños. No se consideran andarines porque también son otras cosas. Ni siquiera se saben mayoría. No se cuentan. Simplemente, cuando se bajan, se exponen a la agresión de los coches invasores o de las, muchas menos, bicicletas silvestres.

Imagino que esa misma sensación de peatón confuso, a tiempo parcial, atrapado entre unos y otros, es la que han tenido tantos -como la señora autora de la comparación- ante la enésima exhibición religiosa. La mayoría de nosotros es agnóstica pero respetuosa «con la fe de sus mayores». O creyente sin práctica regular. Cristiana sin norma, horario ni hábito. Cualquier estadística que encuentre le demuestra que los que viven sin creencias, más los que las viven sin práctica, suman una masa enorme de la población española actual. Si se unen los que no tienen fe a los que la llevan con gestos privados, justa y lógicamente incomprensibles, aparece un bloque de ciudadanía de enorme tamaño.

Pero, como los peatones, ni tienen conciencia de formar ningún grupo, ni están dispuestos a movilizarse, ni a protestar. Carecen de motivos porque, o están llenos de dudas, o de lejanía respetuosa, o tienen contactos esporádicos con esa religión a través del colegio de sus hijos, a través de alguna tradición-afición. O se sorprenden rezando cuando el miedo les rodea. O admiran el invisible combate diario que la infantería de la Iglesia mantiene con las miserias en muchos sitios. No tienen motivos para rajar ni marchar contra el catolicismo porque han aprendido a convivir con una versión. No tendría sentido.

Los peatones, a veces, algunos, son ciclistas o conductores. Como los que viven la religión particular o la ignoran, son a ratos, ateos, apóstatas, católicos peculiares, cargadores, capillitas o feligreses. Resulta irritante que a esa gran masa de casi todos, ajenos sin rechistar, tibios honestos y confundidos, que nunca imponen nada ni toman la calle con ninguna justificación, les pidan exclusividad (fuera de la Iglesia, no); les anuncien radicalidad; les quieran imponer normas que pueden seguir tranquilamente los que las quieran o les griten para defender no sé qué dogmas. A ellos, que nunca atacaron nada.

Los católicos sistemáticos pudieron ser víctimas, hace siglos. Incluso han sido perseguidos en muchos sitios. Ahora lo son, en unos pocos, lejanos. No lo dudo. Pero sé que aquí no. Hace mucho que no.

Bien al contrario, esa Curia, esa estructura elitista que exhibe su soberbia capacidad de convocatoria -hasta hacernos creer que los ciclistas son muchos más que los peatones-, siempre ha estado cerca del poder establecido, del orden, de los fuertes que no necesitan defensa. Siempre ha mandado e influido. En la educación, la empresa, la política, la economía, bajo cuerda o bajo palio. Mucho más de lo que correspondería por número real de socios. Antes y ahora, del siglo XV a Zapatero, sin pausa. No sé por qué se consideran atacados y, menos, por qué dirigen su reclamo a los que caminan en silencio, de a uno, sin molestar a nadie porque no quieren o no saben rezar, o les gusta hacerlo con letra improvisada. Además de mirar, aguantar y callar, los peatones se llevan el susto, la riña. Resulta que van a ser culpables. Que se enfrenten los ciclistas a los automovilistas cuando les avasallan y les pidan cuentas.

Aquí, ahora y siempre, la mayoría peatona consiente que tomen la calle cada poco, que saquen sus rituales. Sin indignarse ni manifestarse, observa callada sus incomprensibles «marcianadas» (Forges dixit). Y ni ese silencio basta. Observa atónita, sin enterarse de nada pero aparte, sin faltar ni reaccionar, tratando de asimilar el eterno imperio del anacronismo y los reproches mal dirigidos. Con la boca abierta. Como la mujer a la que casi atropella el ciclista.