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Del calcetín a las cajas

Los empleados de las entidades de ahorro conformaron la élite laboral de las provincias

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Con el goteo de fusiones a diferentes temperaturas que están oficiando las cajas de ahorro se van apagando las luces de una época financiera que encaminó a España del calcetín al plazo fijo y del empeño al 'crédito exprés'. Herederos de don Francisco Piquer, que levantó en el siglo XVIII la primera institución benéfico-financiera bajo la advocación de Nuestra Señora del Santo Monte de Piedad de las Ánimas, las Cajas, las Caixas, las Kutxas, de Pensiones, de Ahorros, de Estalvis, del Mar, del Círculo Católico de Obreros, del Mediterráneo, del Sur, fueron alineando sus oficinas por las calles Mayores de pueblos y capitales configurando una tupida red paralela a la banca privada tradicional. Pero al mismo tiempo y con ritmo sostenido se iban alejando de aquellas raíces que plantaron los hermanos franciscanos en la Italia del siglo XV cuando ingeniaron algo parecido a lo que ahora se ha venido en llamar microcréditos. Ellos fueron pioneros en la lucha contra la usura y en el préstamo a los pobres de pequeñas cantidades de dinero que les permitieran huir de las garras del hambre o levantar un minúsculo negocio. Entonces se dejaba como garantía algo de valor pero ni siquiera se cobraba interés al recuperar la prenda.

Los Montes de Piedad de la mudanza española del campo a la urbe, del agro a la industria, fueron dejando paso a las cajas y a su peculiar formato de banca semipública que lo mismo financiaba la construcción de un hospital que patrocinaba aquellas carreras de 'cross' por los sembrados de la meseta que una vuelta ciclista o agraciaba con una beca al chico listo del instituto provincial. Lo cierto es que asentaron sus reales en el tejido social nacional de manera que el director de la Caja provincial de turno se convirtió en un personaje tan importante -o más- que el obispo o el gobernador civil. ¡Y qué decir de los empleados de la caja! Ellos conformaron la élite laboral de provincias con su horario privilegiado, sus gabelas en dinero y en especies; su traje y corbata distintivos, su llave de los dineros que bombeaban las rentas del campo a la ciudad. Trabajar en la caja era el sueño de tantos; el refugio frente a la incertidumbre laboral y un estatus que aseguraba influencia en el reparto de los pisos de protección oficial, créditos a buen precio y entradas para los toros en las fiestas patronales. El despegue económico elevó a aquellas pequeñas entidades provincianas a colosales emporios bancarios. Pero tenían los pies de barro. Muchas no olfatearon los cambios sociales y económicos, no calcularon el riesgo inmobiliario. A veces, el mismo político que demandaba créditos para una obra faraónica y municipal por la mañana, se sentaba por la tarde en el consejo de la caja que los concedía. ¡Si los franciscanos del siglo XV levantaran la cabeza!