El Reichstag, en pleno barrio del Tiergarten, que es el Parlamento alemán desde 1999
El Reichstag, en pleno barrio del Tiergarten, que es el Parlamento alemán desde 1999 - A. ARMADA
Diario de Berlín / 2

El faro de la democracia

ABC viaja al interior de Reichstag, el imponente edificio berlinés que alberga al Parlamento alemán

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Dem Deutschen Volke. Así reza en el gran dintel en letras góticas. Al pueblo alemán. Una invocación que puede embriagar. Lo malo es que quien bebe las palabras, y qué uso hace de ellas: si un alférez austriaco, un poeta excelso, un aristócrata que acaba dando nombre a una botella de agua mineral con gas.

El Reichstag fue incendiado por los nazis y arrasado los aliados y los soviéticos

El mayor teatro del día fue el panóptico del Parlamento. Incendiado por los nazis, arrasado por los bombardeos aliados y sobre todo por el asalto final soviético, la nueva Alemania que no se quería imperial ni tenebrosa necesitaba de un símbolo que le permitiera reflejar y reflejarse: una nueva caverna de Platón y un faro que exhibiera sin falsa humildad y con moderna retórica a qué lugar han llegado después de un exigente autoexamen.

Podemos ser ejemplares, pero para eso hemos de ser transparentes. La cúpula de Norman Foster, con un pebetero central forrado de espejos que nos reflejan a nosotros mientras reflejan la tierra y el cielo, y con una llama imaginaria que es la lluvia, que es el aire, que es el puro cielo en todas sus fases (“Azul de verano, azul de ataque aéreo, recordó; palabras del abuelo Kurt”, escribe Uwe Tellakamp en La Torre, una de las lúcidas novelas de cómo era la vida en la República Democrática Alemana). La mejor forma de proclamar lo que Alemania ha conseguido tras vencer a las fuerzas del oscurantismo y el mal en el tablero maquineo por antonomasia: el de la Guerra Fría.

Las dos rampas paralelas que jamás se cruzan y que abrazan la cúpula, redibujan su topografía aérea, y que parecen en su elocuencia tan kantianas como aristotélicas, acaban fabricando una superficie casi platónica en su etérea eficacia. Ascensión sin sacrificio, sin que resientan las piernos, los ojos, los pulmones. Nada que tenga que ver con lo perecedero. No se cruzan los demonios que suben al cielo con los ángeles que bajan del Olimpo.

Espacio público de los berlineses, los alemanes y todo el que quiera que venga a escalar la historia terrible (pero superada) del siglo XX en el Bundestag (Parlamento alemán) que ocupa el edificio del antiguo Reichstag: puede recorrer nuestras terrazas, nuestros miradores sobre todo Berlín, la madera renacida del Tiergarten (ahora con la nobleza del otoño en su esplendor), el río, los edificios emblemáticos, las nuevas torres, el oro de la también reverdecida sinagoga… mientras debajo, como un Estado responsable y transparente, nosotros debatimos las leyes, que habrán de regir los destinos alemanes, que son también los destinos de Europa.

El formidable pebetero alicatado de espejos me recordara el faro de cabo Vilano

¿Es esta la vieja Europa? No lo parece, al calor de semejante atrevimiento de una arquitectura que se marida con la ingeniería, semejante pericia al servicio de una democracia que quiera ser admirable y por eso digna de imitación. Y sin embargo, mientras ascendía como en volandas las rampas del techo berlinés me dio la sensación de que acaso algunas de las más brillantes intuiciones de Byung-Chul Han sobre la caverna de Platón como teatro de sombras, el nuevo gran panóptico de internet y los peligros de una transparencia convertido en objeto de transacción y comercio, acaso le vinieron a ver mientras el propio filósofo coreano que se vino a estudiar a Heidegger en Alemania ascendía este mismo pasillo paralelo de suavísima, humana, celestial pendiente.

Que el formidable pebetero alicatado de espejos me recordara el faro de cabo Vilano y sus lentes poligráficas, en plena Costa de la Muerte, no es más que una concesión a la memoria provincial, pero la sospecha del gran panóptico se acentuó al salir del Parlamento. El procedimiento, tras verificar la identidad del visitante, que ha de pedir cita con antelación para subir a este Everest democrático, es el mismo al entrar que al salir: unas puertas altísimas, dobles, automáticas, se cierran. El grupo de visitantes queda brevemente encerrado en un cubículo transparente, a merced de todas las cámaras que lo quieran sopesar, también a merced de cualquier sustancia expurgatoria, como en una cárcel modernísima. Se cierra el contacto con el exterior, pero se precisa de unos segundos de cierre hermético para que el segundo juego de puertas se abra y permita o bien entrar o bien salir. Por razones de seguridad, claro, por nuestro propio bien. Se trata de defender la democracia de todos sus enemigos.

Byung-Chul Han, a quien entrevistaré mañana en el café Liebling, equipara la transparencia a la pornografía, al final del misterio, de la veladura del eros, y al mismo tiempo asegura que ha quedado sobrepasada la época en la que había que limitar el poder del gobierno para investigar nuestras vidas porque ahora lo facilitamos todo (nos desnudamos) de forma voluntaria. ¿Somos cómplices inconscientes de nuestro encarcelamiento digital en el fantasma de la libertad de internet? Sin embargo, tendría mis dudas: ¿acaso no se ha revelado que los servicios secretos alemanes han sido tanto cómplices como víctimas de la codiciosísima Agencia Nacional de Seguridad estadounidense? ¿Acaso no nos ofrece pistas sobrecogedoras El hombre más buscado, la penúltima película que interpretó Philip Seymour Hoffman antes de suicidarse?

«Hoy creemos que no somos un sujeto sometido, sino un proyecto libre que constantemente se replantea»

En Psicopolítica, su último ensayo, escribe Byung-Chul Han, como un profeta tan amable como apocalíptico que se hubiera subido a la cúpula de Bundestag para pensar: “La libertad ha sido un episodio. ‘Episodio’ significa ‘entreacto’. La sensación de libertad se ubica en el tránsito de una forma de vida a otra, hasta que finalmente se muestra como una forma de coacción. Así, a la liberación sigue una nueva sumisión. Este es el destino del sujeto, que literalmente significa ‘estar sometido’”. Añade Byung-Chul Han en los primeros compases de su nuevo libro: “Hoy creemos que no somos un sujeto sometido, sino un proyecto libre que constantemente se replantea y se reinventa. Este tránsito del sujeto al proyecto va acompañado de la sensación de libertad. Pues bien, el propio proyecto se muestra como una figura de coacción, incluso como una forma eficiciente de subjetivación y de sometimiento. El yo como proyecto, que cree haberse liberado de las coacciones externas y de las coerciones ajenas, se somete a coacciones internas y a coerciones propias en forma de una coacción al rendimiento y la optimización”. E internet como el mejor territorio para esa nueva realidad de autoexplotación en la que quien fracasa solo puede ser uno mismo, empresario de sí mismo que se agota en un esfuerzo cuya recompensa es el propio rendimiento, pero que en realidad es un Sísifo que jamás concluye su condena.

Pero quién se va a poner estupendo con semejante panoplia de arquitectura al servicio de la transparencia. El Dios de Calvino y el Dios del Vaticano tienen que estar satisfechos de nosotros para habernos permitido vivir estos días espléndidos del siglo XXI, con este Parlamento renacido de los escombros y coronado por la maestría de un arquitecto capaz de hablar de tú a tú a los dioses inmortales y al mismo tiempo ser uno de los nuestros, un ciudadano racional y sensible. Para fracaso sucio y duro el realismo socialista de la extinta República Democrática Alemana que tuvo que levantar un muro atroz para que sus ciudadanos no huyeran del paraíso. ¿Acaso hemos olvidado ya qué era aquello? Leamos a Uwe Tellkamp. Por ejemplo la página 322 de La Torre en la edición española publicada por Anagrama y traducida por Carmen Gauger. La escena transcurre en una tienda de repuestos para automóviles en la ciudad de Dresde, donde está ambientada la novela: “Después, ‘todo estaba agotado’, el señor Priebsch, el vendedor, levantó los brazos deplorándolo. Ni siquiera quedaban los tubitos formados con un trozo de alambre provistos de una ventosa en los que, en el salpicadero del Trabant y del Wartburg, se podía poner una flor artificial de Sebnitz, de la Suiza Sajona, y que en realidad habían sido suministrados aquel día. El señor Klothe, quien vivía encima de los Rohde en la Casa Italiana, director del departamento de planificación y racionalización de la VEB Robotron y que iba detrás de Meno en la cola, lo tomó con la seriedad que se tiene guardada para estos casos: ‘Dígame, ¿le quedan camas?’ – ‘No’, respondió el señor Priebsch, vestido con una bata azulgris, ‘aquí se nos han terminado los neumáticos de invierno. Donde se habrán terminado las camas es en la tienda de muebles. Y allí tampoco tendrá suerte, porque en este país ya no se fabrican camas.’ – ‘¡Que cosas dice! ¿Y eso por qué?’ – ‘¡Sencillamente porque no hacen falta! El Ejército Popular está en pie vigilando la paz, el intelecto duerme en un lecho de rosas, los políticos duermen en el extranjero, los jubilados en el Oeste, los artistas descansan sobre sus laureles, el partido no duerme nunca: y el resto está insomne entre rejas'”. (Sobre la palabra Oeste hay una voladita que remite a una nota a pie de página debida a la traductora, que reza: “Desde que en la República Democrática se cerraron las fronteras con el Muro, sólo podían pasar al Oeste los jubilados; si se quedaban en la República Federal, ésta tomaba a su cargo el pago de la jubilación”).

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