Ernesto Pérez Vera

Los Cachimbas: las cadenas de Puerto Serrano

Que los Venegas serán condenados no hay casi duda. El debate hay que trasladarlo a la formación que tienen nuestros servidores públicos, placa, pistola y porra en ristre

Ernesto Pérez Vera
Expolicía local e instructor de tiro Actualizado: Guardar
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Jerez de la Frontera, 20 de febrero de 2017. Audiencia Provincial de Cádiz, Sección Octava. Primer día de juicio contra tres miembros del clan de los Cachimbas, unos perversos seres silvestremente amaestrados en la Sierra gaditana. Los sentados en el banquillo de los acusados son aquellos que, según todo indica y para sentencia visto ya ha quedado, le clavaron a Juan Cadenas Luna un pedazo de cristal en la cabeza, al grito de «¡te vamos a cortar el cuello a ti y a tu hijo y vamos a violar a tu mujer!». Juan no murió del todo por escasos milímetros, dado que las vidriosas cuchilladas que le fueron infligidas en su ojo izquierdo y en el paladar, en el cielo de la boca, le rozaron la arteria carótida de ese lado.

Juan Cadenas no era un señor cualquiera, víctima de una venganza personal o un robo. Juan era policía local en Puerto Serrano. Tampoco era cualquier policía, era uno de los muy buenos y escasos en todos los cuerpos y en todas las plantillas. Juan era un pura sangre que siempre quiso ser policía y que para ello se preparó muy a conciencia. Podría haber ganado más dinero ejerciendo otros oficios, pero nunca quiso ser otra cosa que no fuera agente de la autoridad. Pero desde que le apuñalaron el alma no se ha vuelto a poner las botas, ni se ha vuelto a calar la gorra, ni se ha vuelto a colgar la pistola. Ahora Juan es pensionista porque, según dicen, ya no sirve para detener traficantes de drogas, borrachos armados con volantes y ruedas, contrabandistas de tabaco, maltratadores de mujeres, ladrones de cables…

Durante el juicio oral se oyeron verdaderas barbaridades. «Es verdad que cogí un cristalito, pero yo no quería matarlo», dijo uno de los reos que conforman la terna de malos. No obstante, también en la parte de los buenos, en la de las víctimas, fueron pronunciadas manifestaciones que podrían ser descritas, cuando menos, como espeluznantes y asombrosas. Es el caso del primer policía que declaró ante el tribunal, el agente que la noche de autos patrullaba con Cadenas. A la pregunta formulada por la abogada defensora de los acusados, sobre por qué no efectuó un disparo con su pistola, aunque hubiese sido a las piernas de quien nunca negó su acción homicida lasca de cristal en mano, el funcionario, aún en servicio activo, respondió que no abrió fuego porque podría haber supuesto su ruina, ya que hacía poco tiempo se había enterado de que a un guardia civil lo habían imputado por desenfundar ante quien lo estaba amenazando con un arma blanca.

Me lo creo. Sé muy bien que los policías suelen tener miedo a apretar el gatillo el día de la verdad. La mayoría no lo sabe o no lo quiere saber, pero muy pocos son capaces de disparar para defender sus vidas o las de terceras personas. El propio Juan ya lo reconoció, tiempo atrás, ante algunos medios de comunicación: «No estaba preparado para algo así. No nos preparan para esto. Nos meten más miedo a defendernos que a la posibilidad de que nos puedan matar. Nadie me había dicho nunca que podía defender mi integridad física a tiros, me estuviesen matando con lo que me estuviesen matando». Cierto. Muy poco personal armado está bien aleccionado jurídicamente sobre cuándo se puede disparar, que normalmente es cuando el pellejo está en serio peligro. A los policías y vigilantes les suelen decir que tan solo pueden usar el plomo contra quienes igualmente estén quemando pólvora contra ellos. A algunos, pero no a todos, les informan que también pueden disparar contra quienes los acometan con navajas, machetes y cuchillos.

El pobre Juan conoció demasiado tarde a gente capaz de demostrarle, con el Derecho por delante, que cuando te quieren causar lesiones graves potencialmente incompatibles con la vida, te puedes defender con lo que sea, la pistola incluida, te estén intentando matar con lo que sea. De esto tampoco se había enterado el otro policía, como dejó bien clarito ante los presentes en la sala de vistas. Durante unos segundos pensé que la fiscal solicitaría deducir testimonio de la aseveración del primero de los agentes declarantes, pues su obligación era la que era, incumpliéndola manifiestamente. Mejor hubiese quedado este hombre si hubiera dicho algo tan natural, humano y perdonable como que se bloqueó emocionalmente, ante la magnitud del criminal evento en el que se vio envuelto. Pero la verdad es la verdad, y ha de florecer.

Que los Cachimbas resultarán condenados es algo más que seguro, que nadie duda. El alcance de las penas es lo que todavía está en el aire. Por ello pienso que el debate ha de trasladarse, con urgencia, a la formación que tienen nuestros servidores públicos, placa, pistola y porra en ristre. Me refiero a todos los policías, sin distinción cromática de sus uniformes ni de sus siglas corporativas, por más que algunos se crean más puros y portadores de una porra más larga. Es de Perogrullo que a los policías los instruyen los instructores, ¿pero quiénes instruyen a los instructores, y cómo? ¿Por qué tantísimos mandos y formadores siguen inoculando a sus alumnos la falsa, absurda y peligrosísima idea de que disparar en defensa propia equivale a crujida judicial? ¿Estudian, leen o meramente conocen sentencias y jurisprudencias a este respecto los profesores del ramo? La respuesta es que no. Que mayoritariamente ni saben de esto ni quieren saber, salvo honrosas excepciones, le duela a quien le duela. Abundan los destructores, que no los instructores, por más diplomas que luzcan los testeros. Estos son sembradores de gente como el compañero de Juan Cadenas Luna. Abonadores del canguelo propio y ajeno. Coleccionistas de mitos y leyendas urbanas. Adoradores de las mentiras que matan policías.

No se vayan todavía, que aún hay más vergonzosas absurdeces: «La cámara de vigilancia de la Jefatura de Puerto Serrano era de juguete, señora letrada. Era de mentirijilla, como las que se compran en las tiendas de los chinos. No grababa, solo estaba allí para hacer el paripé, por eso no podemos recurrir a ella como medio de prueba». Ya no sé si tal aserto lo pronunció el primero, el segundo o el tercer policía, o si lo sostuvieron los tres, cada uno en su turno de declaración. Marca ‘Acme’, faltó apostillar. Pero como para algunos soy una jodida china en el zapato, y no se equivocan, seguiré buscando pringue y pelusa en este sangriento caso. No acierto a comprender qué razón le ha impedido al jefe de la Policía Local de Puerto Serrano estar presente entre el público, aunque ahora pertenezca a otro Ayuntamiento, en otra provincia. No sé, tal vez no compareciera para evitar sonrojarse al tener que oír, una y otra vez, que la puerta de la Jefatura contaba con un pestillo como el del cuarto de baño de mi casa, como única medida de seguridad.

También me pregunto, y espero no ser el único con esta duda, por qué un sábado por la noche solamente había dos policías de servicio en una localidad en la que, solo un mes antes, se había recogido en el acta de la Junta Local de Seguridad que existía temor por el alto índice de criminalidad reinante en el municipio, todo lo cual siempre tenía su origen en los ahora presos en espera de sentencia. Tanto es así que existía preocupación por la seguridad ciudadana polichera, que el responsable del Puesto de la Guardia Civil del lugar había remitido a sus jefes y a la autoridad judicial un informe de conducta, que reflejaba el elevadísimo perfil criminal de los Cachimbas. Pero esto es España, Andalucía y Cádiz, así que no tocaba tomarse las cosas en serio. Hoy, dos años después, tampoco.

En fin, si la Junta de Andalucía no le pone el cascabel al gato regulando prácticas de tiro serias, frecuentes y realistas en el seno de los cuerpos locales de su demarcación autonómica, a ver si los alcaldes y los jefes de policía hacen algo al respecto, allá donde el adiestramiento en esta materia resulta una utopía.

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