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Francisco Apaolaza

El animal mayor

En la cabina de la ‘Surprise’ de Patrick O’Brian, Aubrey ‘El Afortunado’ le preguntó al médico Maturin que qué animal elegiría entre un gusano del pan y un escarabajo de la galleta

Francisco Apaolaza
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En la cabina de la ‘Surprise’ de Patrick O’Brian, una noche de mucho vino en la que los oficiales cenaban puding de perro moteado, Jack Aubrey ‘El Afortunado’ le preguntó al médico del navío Stephen Maturin que qué animal elegiría entre un gusano del pan y un escarabajo de la galleta. Maturin no supo qué responder y su amigo le aclaró que sin duda, escogería el gusano del pan, puesto que en la Armada siempre había que elegir «el animal menor». El capitán nunca fue bueno para los chistes. A Estados Unidos le preguntaron ayer más o menos lo mismo y eligió el animal mayor. Obama inspiró al mundo; Hillary Clinton era solo el animal menor.

Anda por el mundo un catálogo variado de tipos perplejos interrogándose sobre qué ha podido suceder para que Donald Trump sea el primer presidente naranja de los EE UU. Se lo preguntan con la intensidad con la que alguien se cuestiona sobre porqué lo ha dejado una mujer. A mí ayer me lo preguntaron lo menos ocho veces y qué sé yo de nada. Probablemente no haya una respuesta unívoca. Quizás se haya agotado el modelo de lo razonable, o puede que la opción demócrata fuera un cadáver político antes mismo de nacer. Tal vez sea el terror a lo distinto, a lo opcional, a lo lejano, el cansancio ante esa amenaza constante, difusa y magnificada que se ha usado para cementar las altas tapias del sistema. Quizás el truco se haya ido de una vez por todas de las manos. Quizás se pasaron de meter miedo y el muelle se haya dado de sí. O quizás hayamos repetido demasiadas veces que son todos iguales, que en realidad todo esto es muy sencillo y que lo importante no es lo que se haga, sino quién lo haga. Ésta es la raíz última del populismo que mastica los restos escombrados de la decencia y la racionalidad. Lo que han dejado, digo.

Primero fue el Brexit. Estoy seguro de que Inglaterra puede hacer el camino sola, la cuestión es para qué. Ahora Trump, del que es difícil decir quién es su mujer y quién es su hija y que no teme encasillarse en el papel de galán, hace cima sobre el Himalaya de heces que han salido de su propia boca. De momento, habrá que ver si en el país de los lobbys consigue poner en pie alguna de las políticas imposibles que prometió. Ojalá que no. Una cosa es echarle una flor a Vladimir Putin y otra, meter un submarino nuclear ruso en la bahía de Cheesapeeke. Afortunadamente para todos, gobernar resulta más difícil que hablar y aplicar el programa republicano –o su propia ausencia, en este caso– en un país relativamente serio es más difícil que hacer un trompo con un transatlántico. Más preocupante que las consecuencias reales de la presidencia de Trump son sus propias causas. La elección de la madrugada se parece demasiado a validar el odio, la discriminación, el matoneo, el racismo y la ignorancia. Hay que concentrarse mucho en que los países no votan mal, sino que sencillamente votan, para no ver en la victoria de Trump el ocaso definitivo de los valores de Occidente. O quizás, sencillamente, alguien haya comenzado a pensar que sería divertido ver cómo finalmente nos vamos todos al carajo. Así es como empiezan todas las peleas: eligiendo el animal mayor.