AL FILITO

El buen insulto

Y aquí llegamos al cenit de esta apología del insulto, precisamente cuando hemos tocado el punto del voto

José Colón

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La Real Academia de la Lengua muestra que el término «degenerado» significa «de condición mental y moral anormal o depravada» y aunque los ilustres miembros de esa Institución procuran que nuestro rico idioma no pierda esplendor ni permanezca ajeno al progreso social, científico y tecnológico, hay ocasiones -como esta- en las que sus acepciones se quedan muy cortas.

No ocurre lo mismo con otros adjetivos. «Corrupto», por ejemplo, es descrito con finos matices que nos dan una idea concisa acerca de lo que nos estamos refiriendo: 1. Que de deja sobornar, pervertir o viciar; 2. Dañado, perverso, torcido». «Falso» es otro de ellos: que miente o que no manifiesta lo que realmente piensa o siente. Por su parte, «traidor» es un ejemplo de opulencia lingüística de nuestro querido Diccionario, en sus cuatro acepciones, a saber: 1. Que comete traición; 2. Dicho de un animal: de reacciones imprevisibles; 3. Que implica o denota traición o falsía; 4. Que es más perjudicial de lo que parece. Y no podemos dejar este camino sin traer el significado de la palabra «Traición»: Falta que se comete quebrantando la fidelidad o lealtad que se debe guardar o tener.

La riqueza descriptiva de un idioma no solo sirve para mantener una comunicación correcta y adecuada con tus iguales, deudos de claridad expositiva y eficiente economía sintáctica, sino también -y no es baladí- como vehículo de conducción y domesticación de la violencia. Evidentemente, estoy hablando de arte del insulto.

Siempre he defendido la bondad y utilidad del insulto y, contrariamente a las almas que me hacen la vida más bonita -mucho más sensibles que el mastuerzo que les escribe- reniego de la consideración de vulgaridad de su uso o la denuncia de pobreza intelectual de su usuario. Antes al contrario, el recurso al insulto debería considerarse como una expresión propia de un espíritu cultivado y, concretamente, el insulto español merece el tratamiento adecuado a lo que es: la obra cumbre de la filología universal,

Ningún otro idioma del mundo supera al nuestro en la frescura, concisión y exactitud con la que se describe, insultando, las conductas más execrables del ser humano. Sin rodeos, oraciones subordinadas ni necesidad de más explicación que la simple entonación del término preciso. Prueba de ello es la automaticidad con la que los extranjeros que viven entre nosotros adoptan el insultologio patrio y lo naturalizan aún regresando a sus hogares, integrándolo en su lengua materna sin dificultad. Precisamente, porque ninguna otra supera al español en esa precisión.

El lenguaje, contrariamente a lo que ejecutan los oligofrénicos catalanes y vascuences con acta de diputado nacional, es uno de los maravillosos dones que se nos dio para practicar aquello que nos hizo evolucionar como especie y distinguirnos del burro pirenaico. En su desarrollo y evolución, siempre se ha ido limando y fijando para que cumpla su función, siendo la primordial la de entenderos de forma automática, dejando las perífrasis, metonimias, sinécdoques y demás figuras literarias para la poesía o, en el peor de los casos, para la elaboración de cualquier escrito o discurso incomprensible para un rufián cualquiera, vote a quien vote.

Y aquí llegamos al cenit de esta apología del insulto, precisamente cuando hemos tocado el punto del voto. Porque para calificar a un gobernante podemos tirar del diccionario académico y usar todas las acepciones permitidas por «el buen gusto». Pero, a quien sostiene y apoya a un degenerado, desalmado, embustero, traidor, criminal y corrupto...

¿Cómo le llamamos sin caer en el insulto? ¿Podemos?

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