Todo tiene un límite. Cuando España salió de la forma en que salió del Mundial de Brasil, un sector de la afición clamó por la cabeza de Vicente del Bosque. Otros, yo entre ellos, entendimos que los servicios prestados eran muchos y muy meritorios, y que por tanto merecía una segunda oportunidad de volver a traer a casa la Eurocopa, y de coronar de esta forma a España como el único equipo que la habría conquistado tres veces seguidas, un récord que probablemente se mantendría durante décadas.

En la Federación entendieron que ese era el camino, y por tanto se le dio una nueva carta de confianza a Del Bosque. Visto el resultado, esa decisión, que a muchos nos parecía honrosa y sensata, fue un absoluto desastre.

No se trata sólo del baño absoluto, del monumental repaso táctico que le pegó Conte a Vicente Del Bosque. El español no hizo ningún cambio en este cuarto y lamentablemente último partido, sino que se limitó a sacar el once de siempre y a decirles que hicieran lo de siempre. Ya no es sólo que el sentido común y la ausencia de recambios en algunas zonas del campo -otro mérito de Vicente- aconsejen que haya jugadores de refresco a estas alturas de la temporada. Es que se jugaba contra Italia, la Italia de la estrategia y el control, no contra una selección menor. Arriesgar, sorprender, entrenar, tomar decisiones sobre el terreno viendo la paliza que estaba cayendo era lo mínimo exigible. Vicente se sentó a ver las obras y comer pipas como el abuelo que es, y terminado el partido ni siquiera admitió que le habían hecho un retrato al óleo. Por dignidad, correspondía presentar la dimisión en la sala de prensa tras este segundo fracaso. Por desgracia, en el hombre que fue Del Bosque no queda ni hambre ni chispa vital, y sólo es una sombra agarrándose a un cargo con dedos artríticos. Y de esos, me temo, ya tenemos demasiados en España como para aguantar ni uno más. Así que, con todo el cariño del mundo, Vicente: gracias y adiós.