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Fernando el Católico, Carlos III, reyes para un tiempo ávido de ejemplaridad

Fernando el Católico y Carlos III están considerados como los mejores reyes de la monarquía hispánica. El primero dio paso al Estado moderno; el segundo hizo gala de una clara voluntad reformista. Dos monarcas, también, con sus luces y sombras

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El 20 de enero de 1716 nacía el hijo de Felipe V e Isabel de Farnesio que reinaría en España con el nombre de Carlos III de 1759 a 1788. El 23 de enero de 1516 moría Fernando el Católico en Madrigalejo (Cáceres). Este año se han cumplido, pues, el tercer centenario del nacimiento de Carlos III y el quinto centenario de la muerte del rey Católico. Como en todos los centenarios, ha habido un cierto eco editorial, aunque sin registrar el impacto que cabría esperar, posiblemente porque la crisis ahoga la memoria colectiva.

Al margen de algunos coloquios o ciclos de conferencias que han generado alguna interesante publicación, sobre Fernando el Católico han publicado recientemente ensayos Henry Kamen (La Esfera de los Libros), Martínez Laínez

(Edaf) y Rus Rufino (Tecnos). Vivimos todavía, al respecto, de las rentas de aportaciones trascendentes que han hecho historiadores como Ernest Belenguer (1999), Luis Suárez (2004) o Ángel Sesma, comisario de la exposición extraordinaria de Zaragoza de 2014.

Sobre Carlos III se han publicado los ensayos de Gómez de Liaño (Alianza), Caridi (La Esfera de los Libros), Roberto Fernández (Espasa) y Aguilar Piñal (Arpegio). Como en el caso anterior, contamos con una bibliografía previa abrumadora, que se desató, sobre todo, a raíz del segundo centenario del rey Borbón (Domínguez Ortiz, Equipo Madrid…), que tuvo continuidad con los libros de Pérez Samper, Enciso-Carrasco, etc. Las novedades destacables en los libros recientemente publicados no son muchas, salvo la obra monumental de Aguilar Piñal.

¿Un segundón?

Respecto a Fernando el Católico, dos aspectos me parecen subrayables: el primero es que parece superada la polarización que ha asfixiado la personalidad del rey, atenazado, de una parte, por el ninguneo de una historiografía fascinada por Isabel la Católica, que ha condenado a Fernando a ser un segundón al lado de su mujer, y de otra, por la historiografía nacionalista catalana, que desde el siglo XIX vio en él a un Trastámara castellano y, como tal, presunto responsable de la crisis de Cataluña en el siglo XV. Hoy parece haberse abierto una vía aragonesa (ni castellana ni catalana) de atención a la figura de Fernando, sublimado, como quería Baltasar Gracián en su obra «El Político» (1640), como el rey capaz de conjugar unidad y pluralidad y garantizar el equilibro-reinos, una concepción federal de la monarquía que asume los conceptos de integración y diversidad.

El segundo aspecto se centra en las nuevas lecturas que se hacen de la influencia que tuvo Fernando como modelo para «El Príncipe», en tanto que presunto pionero de los principios de la razón de Estado. El maquiavelismo de Fernando ha sido matizado. Ciertamente, el imperativo categórico de la necesidad política fue eje de su conducta, haciendo gala de una extraordinaria estrategia pragmática a la hora de gestionar cada situación, pero ello no le haría caer en el relativismo moral. El giro de 1504 con su matrimonio con Germana de Foix nunca le hizo perder la memoria de los logros conseguidos en su matrimonio con Isabel. Se ha intentado divorciar historiográficamente a Fernando de Isabel, pero me temo que el esfuerzo está condenado al fracaso.

La poderosa figura de Carlos III ha emergido este año con visiones que lo acercan a un rey tan lejano en el tiempo como Fernando el Católico. Por lo pronto, se ha subrayado de él su singular capacidad de equilibro político. Un rey sin los complejos ni los problemas psicológicos de su padre y de su hermano, que le precedieron en el trono, y que construyó un Estado a la medida de ese equilibrio emocional de hombre tranquilo y calmado.

Contrapesó en su gobierno a moderados y radicales, a aristócratas y funcionarios; y cultivó la relación con españoles de todas las procedencias (el gallego Feijoo, el valenciano Mayans, los asturianos Campomanes y Jovellanos, el aragonés Aranda, el andaluz Cadalso, el murciano Floridablanca, el catalán Capmany). Gestionó egos múltiples y abrió cauces a la opinión satírica.

El himno y la bandera

Se ha insistido, por otra parte, en la capacidad del rey de superación de la ideología por la tecnocracia con un concepto de Estado como fuente de servicios e intereses públicos que empieza a definir sus símbolos (el himno nacional en 1770 y la bandera rojigualda en 1785) y tiene clara su vocación reformista (desarrollo de la investigación científica, Sociedades Económicas de Amigos del País, liberalización del comercio americano, florecimiento de las Academias…). La obra en cuatro volúmenes de Aguilar Piñal, un sabio ilustrado como pocos, constituye la mejor demostración del extraordinario legado reformista de Carlos III.

Los historiadores han incidido mucho en la preocupación de este rey por generar una buena imagen de España en Europa, neutralizando los flujos de opinión negativa que venían especialmente de Italia y de Francia. La promoción de la defensa de los valores hispánicos, el mecenazgo cultural procervantista y el encargo de una «Nueva Historia de América» son aportaciones trascendentales de Carlos III que han sido convenientemente glosadas. Quizás se ha tratado poco en este último año la dialéctica reacción-revolución que tanto apasionó en el centenario de 1788, en el que se tendió a atribuir a Carlos III la apertura de una tercera vía entre el inmovilismo reaccionario y el radicalismo revolucionario.

Unidad en la diversidad

Como he dicho, los dos centenarios tienen un curioso parentesco en la memoria colectiva. Ambos están considerados como los mejores reyes de la monarquía hispánica y compartieron, pese a la distancia cronológica, su pasión por Italia, su pragmatismo político, su inquietud por la cultura de su tiempo y hasta sus mismos lastres: la Inquisición moderna que institucionalizó a su manera Fernando y que Carlos toleraría, y los sarpullidos contestatarios (de los payeses de remensa que incluso atentarían contra Fernando en 1492 y el motín de Esquilache de 1766 que agobió a Carlos III).

Fernando el Católico murió en 1516 dando paso definitivo a la monarquía de los Austrias y al Estado moderno con sus luces y sus sombras. Carlos III nació en 1716, dos años después del famoso sitio de Barcelona al final de la Guerra de Sucesión para consolidar la monarquía borbónica, superando, entre otras cosas, los malos recuerdos de la Barcelona insurgente con una política territorial que tuviera tan clara la unidad como la diversidad, el centro como la periferia. Dos reyes que no deberían caer en el olvido de nadie en tiempos tan ansiosos de ejemplaridad pública.

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