Harry Bertoia, junto a alguna de las sillas que diseñó
Harry Bertoia, junto a alguna de las sillas que diseñó
MÚSICA

Bertoia, trabajador del metal

La edición integral de «Sonambient», obra musical compuesta por Harry Bertoia a partir de sus esculturas sonoras, sitúa al diseñador italoamericano entre los grandes investigadores y ensayistas del «drone»

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Más que componer, Harry Bertoia probaba sonido: si sale con barbas san Antón y si no, la Inmaculada Concepción. Guiado por la intuición, el creador italiano prefirió hacer experimentos con metal que con gaseosa, que suele ser lo recomendable, con resultados a menudo tan decepcionantes como la escultura sonora que hace ahora medio siglo instaló en el centro comercial River Oaks de las afueras de Chicago. Viento había para despeinar a cualquiera, pero las varillas del monumento se le quedaron cortas, sin la altura necesaria para dejarse mecer por el aire de esa zona de Illinois y generar el arrullo industrial e interminable que había concebido su autor. Es ese método basado en la prueba y el error –más allá de unas improvisaciones que pertenecen a otra categoría artística y en las que el azar y el caos previenen del desastre y plantean guiones con final abierto, en los que no hay margen para un fallo que se da por hecho– el que, lejos de restarle valor, engrandece la obra musical de Bertoia.

Si a finales del año pasado, al 30 de diciembre esperaron, el sello Important publicó un álbum compartido por Tara Jane O’Neil y Eleh –titulado explícitamente « Split»– dedicado a la producción sonora del creador de la silla Diamond, la discográfica norteamericana tira ahora por elevación y edita una caja que reúne de forma integral los trabajos que Bertoia realizó en su estudio, una colección de once discos a los que el artesano italiano dedicó los últimos veinte años de su vida y que nunca llegó a ver editada. « Sonambient» se llamaba y se llama una obra maestra en la que la metalurgia sustituye a los instrumentos clásicos de metal y que lleva el mismo nombre que el diseñador puso a cada una de sus piezas, y también al granero que, con cuatro micrófonos y una grabadora, transformó en laboratorio y refugio. Allí descansan sus restos, bajo un aparatoso gong.

Campanas y gongs

En su disco de homenaje, Tara Jane O’Neil interpreta la pieza que compuso para la instalación videográfica « Medussa Smack», estrenada por Vanessa Renwick en la bienal de Oregón de 2012. O’Neil mezcla pistas sonoras procedentes del granero de Bertoia con la grabación –«metal on metal», que dirían Anvil o Kraftwerk– del tintineo de la rueda de campanas de Atanasio Kircher que gira y hechiza, dale que te pego, en esa estrafalaria almoneda conocida como Museo de Tecnología Jurásica de Los Ángeles. Eleh, por su parte, vuelta y vuelta a un disco editado en vinilo dorado y partido en dos, se las apañó para armonizar el sonido de cien gongs, uno por cada año del centenario del nacimiento de Harry Bertoia, celebrado sin muchos aspavientos el año pasado. Ahora es cuando lo echan de menos. A toro pasado, el Museo de Artes y Diseño de Nueva York le dedica esta primavera una retrospectiva.

Hasta el próximo octubre no llega a Madrid la muestra « Arte sonoro en España (1961-2016)», que hasta hoy ha permanecido en las instalaciones de la Fundación Juan March de Palma y que, de gira, este verano podrá visitarse en Cuenca. Para ir haciendo tiempo y cuerpo, los vecinos de la capital pueden acercarse hasta la intersección entre las calles de Cea Bermúdez e Islas Filipinas y contemplar las flautas metálicas y de colorines que el arquitecto Salvador Pérez Arroyo quiso que sonaran según les diera el aire, discutible monumento al silbido, o adaptación libre de «El flautista de Hamelín» en el que ganan las ratas, que los vecinos de la zona se encargaron de neutralizar para poder pegar ojo. Más cuidadoso, Bertoia sabía cómo conciliar el sueño de los justos. A eso precisamente se dedicaba.

Pese a que el centenario del nacimiento de Bertoia fue el año pasado, es en este cuando se le dedican retrospectivas

Ponerse incómodo y escuchar de un tirón los once discos que componen «Sonambient», con piezas cuya duración ronda el cuarto de hora y tituladas –«Echoes of Other Times», « Sounds Beyond», «Nova», «Space Voyage»...– a partir de una semántica tan cerrada como indiciaria, quizá sea la mejor manera de meterse en la harina metálica de Bertoia, una secuencia de vibraciones y percusiones que el diseñador italoamericano envasó como «ambient», que era lo que se llevaba en su época, sin sospechar que lo que estaba grabando –fue su hijo el que encontró estas maquetas en los años noventa– era un ensayo sobre los «drones», partículas en suspensión que Bertoia fabricó con las manos, con un tacto exquisito y una intuición prodigiosa. No fue precisamente la música «ambient» lo que entretuvo a Bertoia en el último tramo de su vida, sino el estudio de la distancia y el tiempo que puede recorrer el sonido, sostenido sobre el silencio y elaborado con técnicas propias de los trabajadores del metal.

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