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A solas con el rock, el alcohol y las bicis

Abandonado por su padre, antiguo ciclista, Wiggins es un personaje individualista y complejo

PARÍS. Actualizado: Guardar
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El primer británico que gana el Tour es de ojos tristes y mirada vulnerable. ¿Fuerza frágil? Bradley Wiggins (Gante, 32 años) creció escuchando historias de boxeo en la voz de su abuelo. Mil veces le contó aquella velada de 1963 cuando Henry Cooper tuteó a Muhammed Ali. Coleccionaba fotos de Joe Louis, de Foreman; también guantes. Y los fines de semana, abuelo y nieto iban a las carreras de caballos o de galgos. Apuestas, humo. Correr, golpear, ganar.

En la escuela del barrio londinense donde jugó, los niños tenían padre, se movían al ritmo del rap o de Vanilla Ice y fardaban de zapatillas Nike. El solitario Bradley era como Billy Elliot, el niño que quería ser bailarín. A él le iba el grupo Oasis y siempre calzaba Adidas. De su padre solo sabía que les había dejado al poco de nacer, que era agresivo y bebedor, que se largó con otra mujer a Australia y que fue un buen ciclista de velódromo. Wiggins no ha tenido padre. Pero todo lo que ha hecho ha sido para impresionarle. Desde lejos, desde su soledad. Su mirada triste.

Uno de los principios del boxeo reza así: en igualdad de condiciones el púgil que comprenda mejor sus miedos, los manipule y los utilice a su favor, será quien gane. Los combates son enfrentamientos de voluntades, más que de músculos. Wiggins ha tardado en asumir sus miedos. Nunca, hasta que llegó al Sky, había sido el corredor que es. Tenía cólera dentro. Era indididualista, egoísta, desconfiado. Bromista y, a la vez, taciturno. Un tipo incomprensible que no cuadraba en ningún sitio. En 2008, cuando ya había ganado sus títulos olímpicos en pista, publicó una autobiografía. Dicen que lo hizo para que su padre se sintiera orgulloso. Que lo lea.

«Sin él, yo no habría sido ciclista», confiesa Wiggins. Curioso. El padre ausente ha dirigido su vida. Gary Wiggins era un australiano fogoso. Fuerte, alto y rápido. Vino a Europa a ganarse el pan en el velódromo, en las pruebas de Seis Días. Ciclismo nocturno, golfo, de apuestas, cigarros, chicas y alcohol. Por eso nació Bradley en Gante, en Bélgica. Allí pedaleaba su padre cuando el bebé vino al mundo. Nació al borde de la pista. Gary se largó enseguida. Divorcio. Y el crío y su madre volvieron al apartamento de dos habitación de Dibdin House, el barrio de ladrillos rojos donde Bradley se hizo un joven distinto. De estética 'mod' entre 'skinheards' y 'rastafaris'. Montado en su Vespa, loco por los discos de vinilo, por el grupo Oasis y las guitarras eléctricas... Y por 'Delirium Tremens', la marca de cerveza de alta graduación (nueve grados) que le volvió «casi alcohólico».

Ya tenía el silencio que aún sigue en su rostro. Esa luz distante. No le gusta su barrio. Le ahogaba Londres. Necesitaba un salvavidas. Y se agarró a la bicicleta. A rueda de su desconocido padre. El ciclismo le entró por el oído, por las historias que su madre le contaba de Gary. Y por los ojos: vio a Boardman ganar el oro en los Juegos de Barcelona 1992, leyó la muerte de Simpson en el Tour de 1967, asistió al triunfo de Lemond sobre Fignon en 1989 por los ocho segundos de la contrarreloj final y se enamoró de la estela de Indurain. Junto a las fotos de Ali o Foreman empezaron a colgar las del mito navarro. De repente, un chico de Londres, ciudad de fútbol y criquet, quería ser ciclista y ganar el Tour. El velódromo de Herne Hill, sede de los Juegos Olímpicos de 1948, se convirtió en su hogar. La mejor manera de comunicarse con la sombra de su padre.

Todo por la bici. En la escuela era un desastre. Chico malo. Dejó huella en los conserjes, hartos de sus gamberradas. Hooligan con patillas. Su profesor de francés le aborrecía, por torpe y vago. «Ya aprenderé ese idioma cuando sea ciclista profesional en Francia», le contestó el chaval un día. Hoy lo habla. Ha corrido en varios equipos galos y tiene seis medallas olímpicas en pista, incluidos tres oros. En 1997, cuando tenía catorce años, le llamó por primera vez su padre. Se vieron tres años después. Gary seguía bebiendo. A Bradley no le gustó lo que vio. No le gustaba nada: los éxitos olímpicos en Atenas 2004 no le sacaron de pobre. La hipoteca, los gastos. Era ya profesional en un equipo francés, pero nadie le conocía. Uno más. Del montón. En La Francaise des Jeux, el conjunto galo que le fichó en 2002, le consideraban un zumbado. Capaz de acordarse de la marca de zapatillas que llevaba Merckx, de montar una fiesta haciendo de dj o de prender una hoguera en el hotel con los calcetines de sus compañeros.

Tras el oro olímpico de 2004 se bañó en 'Delirium Tremens'. Sin salida. El estigma de los Wiggins. Era ya como su padre, un borracho. Hasta que el nacimiento de su primer hijo le rescató. Se encendió la luz. Y tras el oro olímpico de Pekín 2008, Dave Brailsford, el responsable de la selección británica y ahora mánager del Sky, le anunció el nuevo reto: el Tour. Ser el primer británico en ganarlo.

Ese año le comunicaron otra noticia. Por teléfono. Desde Australia. Su padre había aparecido muerto, molido a golpes tras dos peleas en la misma noche. Cuando fueron a recoger los objetos personales de Gary encontraron decenas de recortes de periódicos y revistas con su hijo ciclista como protagonista. Bradley nunca habla de su padre. «No puedo echar el reloj hacia atrás», zanja. Quizá por eso es contrarrelojista. Se ha pasado la vida solo, luchando a solas contra el tiempo. Tenía que ser así: creció sintiéndose huérfano, solitario, bebiendo cubos de cerveza para integrarse en algún grupo. Triunfó en el ciclismo individualista del velódromo y ha tenido que esperar a los 32 años y al Sky para lograr una victoria en equipo. Su mujer y su hijo le salvaron del alcohol; el Sky le ha salvado de sí mismo.