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Afganistán: La hora crítica

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El ejército español perdió dos soldados más (y anotó tres heridos) este domingo en Afganistán y, más allá de consideraciones técnicas y de sincera condolencia y cercanía con las víctimas, la novedad en el registro psicológico y social es si las dos vidas perdidas en el nuevo contexto político-militar y el nuevo calendario occidental sobre la guerra podrían haber sido ahorradas.

Tal calendario es, sin serlo oficialmente, el mensaje del presidente Obama de la noche del miércoles pasado, cuando confirmó lo que, se mire como se mire, es un calendario de retirada con un calendario tasado al que se han pegado a toda velocidad, sus aliados, empezando por los más importantes, Gren Bretaña, Francia y Alemania, que anunciaron – o confirmaron – retiradas programadas del mismo orden.

El gobierno español confirmó que el año próximo replegará el 10 por ciento del total de sus tropas (1500 militares) y la retirada completa del cuerpo expedicionario estará concluida en 20014… es decir, el mismo año del adiós norteamericano.

Diez años de guerra

Esta guerra es, o ha sido, antes que nada extraña. Pareció breve y ganada cuando en diciembre de 2001, en respuesta a los atentados de septiembre anterior, una fuerza norteamericana de llegó por vía aérea, con diversas complicidades regionales, a la pequeña parte del país que los talibanes no habían podido controlar nunca, la región vertebrada por el gran valle del Panshir, donde era jefe indiscutido el comandante Ahmed Sha Mashud, (asesinado por al-Qaeda exactamente 48 horas antes del 11 de septiembre) y su soporte político-tribal, la llamada “Alianza del Norte”.

Una fuerza combinada pudo abrirse paso hasta Kabul sin grandes problemas en lo que todos los observadores realistas vieron entonces más como una retirada táctica de los talibán y el gobierno del mollah Omar que como una derrota. Lejos de terminar, la guerra de Afganistán estaba cerca de empezar y los insurgentes, que aún no sabían como manejar el dossier Bin Laden, el incómodo huésped del que habría querido –y no pudieron– desembarazarse antes de la invasión americana, se replegaron a hacer lo que mejor saben, que pase el invierno.

Los hechos son conocidos: Washington organizó, en la presidencia de Geroge Bush, lanzado simultáneamente a la invasión de Iraq, una coalición de voluntarios que, contra lo sucedido en Iraq, pudo reunir a muchos países que le rehusaron su cooperación en la operación iraquí porque, como miembros de la OTAN, no podían ignorar lo prescrito en el artículo quince del Tratado de Washington, que la creó en 1949: el ataque contra uno de sus miembros (el once de septiembre) será respondido por todos ellos como un solo hombre.

Fin de partida

Sin gran oposición popular, los gobiernos concernidos fueron reuniendo tropas hasta crear un formidable cuerpo expedicionario de 150.000 soldados dotados con el mejor armamento y la mejor estructura de retaguardia y cobertura aérea imaginable. Los norteamericanos, con oscilaciones, siempre han aportado dos tercios del total (ahora 99.000 soldados, con un programa de repatriación por etapas desde el miércoles). Y todos, ellos como sus aliados, han dado pruebas de dedicación y valor… pero no han ganado la guerra hasta hoy ni tienen ya la menor esperanza de ganarla.

Pero tampoco la han perdido y la muerte de Bin Laden el dos de mayo pasado en una brillante operación de la Inteligencia y las fuerzas especiales, ha servido a maravilla al presidente para sugerir que el objetivo central de la intervención ha sido alcanzado. Es cierto que, el goteo de bajas y la sangría económica (diez mil millones de dólares mensuales el año pasado) palidecieron frente al orgullo nacional recuperado con la muerte de Bin Laden.

El presidente, muy presionado por un ala de consejeros favorables a la retirada cuanto antes (cuyo inspirador es desde siempre el vicepresidente Biden) no dudó, aunque con algunas concesiones cronológicas mirando al Pentágono, poco acostumbrado desde Corea a librar una larga guerra y no ganarla, en presentar lo que ha sido universalmente interpretado como el principio del fin de la guerra…

La negociación invisible

En este contexto temporal es, o parece, paradójico que alguien siga muriendo, pero no hay una negociación oficial (sí paralela, reconocida y de importancia política imprecisa, pero prometedora) ni, por tanto, alto el fuego. Los soldados occidentales que caigan en acción parecen muertes superfluas: lo son porque su destino personal no cambia las cosas sobre el terreno, pero lo mismo vale decir de los insurgentes, por no hablar de los civiles, verdaderos mártires de una guerra lejana, extraña y de perfiles difusos.

La negociación en marcha (conversaciones, prefiere decir el vocabulario oficial norteamericano) es, en realidad, antigua y comenzó con la mediación saudí al abordar al ala blanda de la rebelión, el partido Ezb-al-Islami del expresidente Gulbuddin Nekmatyar, hombre próximo a Ryad, que le financió a fondo contra los soviéticos en los ochenta. Si el Mollah Omar está o no representado en ellas no es seguro, pero sí probable porque sin alguna clase de presencia de la “shura” (consejo, asamblea), de Quetta, la ciudad paquistaní sede tradicional de la rebelión política afgana, el diálogo sería inútil.

Falta tiempo, pues, para que la pesadilla afgana concluya. Los rebeldes dirán, sin mentir, que ni los británicos ni los soviéticos ni los norteamericanos han podido con ellos, pero Washington podrá replicar que no se puede dar refugio y status a un tal Bin Laden y que tal cosa salga gratis. Así pues, una cierta sensación de empate técnico será el previsible desenlace de un conflicto extravagante, demasiado trasversal para ser entendido por las opiniones occidentales y en el que, por desgracia, pagan con su vida algunos compatriotas nuestros y disciplinados y meritorios miembros de nuestras FFAA. Exactamente 96 militares…