Un grupo de saqueadores se lleva artículos de un edificio de la capital completamente destruido antes de que llegue la Policía. :: AFP
MUNDO

Sed y alcohol espolean la violencia

Los médicos comienzan a amputar a los heridos al cumplirse una semana del terremoto

PUERTO PRÍNCIPE. Actualizado: Guardar
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Un niño nació ayer en el hospital de campaña de Naciones Unidas, a unos metros de donde empleados de la morgue intentaban acomodar cadáveres hinchados en los féretros. A pleno sol, a la vista de todos porque ya no despierta curiosidad en nadie, regándolos con chorreones de formol con una botella de plástico. La vida se abre paso a la fuerza en esa orgía de muerte y destrucción, pero también la impaciencia de quienes hoy cumplirán una semana al sol con lo puesto.

La luz roja se encendió ayer al amanecer en el aeropuerto internacional Toussaint Louverture, donde aterrizan los vuelos militares y de ayuda humanitaria. Unas 300 personas intentaron llegar directamente hasta lo que se les niega en mano: agua y comida para sobrevivir. Esta vez fue fácil, los antidisturbios disuadieron a los necesitados sin emplear la fuerza. «El problema será cuando vengan 3.000», observó un policía español destacado en Haití.

«SOS», «Please help us (Por favor, ayúdanos», «We need food (Necesitamos comida)». Las peticiones de socorro ya no están sólo tatuadas en las miradas sino escritas en pancartas y pintadas en los muros. «Agua por favor», suplica un niño en la calle. No hay qué darle, es el líquido más preciado de la ciudad, por encima de la gasolina, cuya escasez tiene a los conductores y a la ayuda internacional midiendo los depósitos de sus vehículos.

Las fuerzas languidecen lentamente ante la falta de alimentos, pero la sed irrita, especialmente cuando lo único que se bebe es aguardiente barato, que se sigue vendiendo en la calle por muy poco. Un cóctel peligroso para un lugar donde rebosa la frustración.

Resignación

El nerviosismo contrasta con la resignación de quienes reciben por fin atención médica, una semana después de que se les desplomarán encima los techos y los muros. «El 92% de los casos son amputaciones», sentencia el doctor Robert Guillen, el único cirujano ortopédico que ha llegado en el equipo de 17 médicos procedentes de Nueva York. «Veo que no voy a salir de ese edificio en mucho tiempo», dice al lanzar una mirada al ala de traumatología del Hospital General.

A estas alturas la gangrena corre por los cuerpos de los heridos como la descomposición en los cadáveres que la gente ha dejado en las aceras. «Todos son ya casos complicados, la infección se ha extendido, hay muchos fallos renales, el cuerpo empieza a apagar todos los órganos».

Cada camilla que sale del hospital en busca de un hueco para aparcar al herido en la calle tiene una mano palpando una extremidad inexistente. Los que sufrieron heridas en el torso o en el abdomen ya están muertos. No tenían a nadie que los atendiera a tiempo.

El médico de la unidad boliviana de cascos azules recuerda escalofriado la escena que presenció en este hospital en la madrugada del pasado miércoles, cuando llevó a una niña de 4 años que había rescatado de los escombros. «No había doctores ni enfermeras, todo el personal había salido corriendo. Aquello parecía un cementerio, cadáveres por todas partes. La gente dejaba allí a los heridos pensando que los atenderían, pero no había nadie que lo hiciera».

Esto es Haití, el país más pobre del hemisferio occidental. «Donde había médicos no había medicamentos, donde tenían antibióticos no tenían anestesia, y donde había personal no había nada con que tratar a los heridos», resumió Stefano Zannini, jefe de la misión de Médicos Sin Fronteras, que esa noche se recorrió los cuatro principales hospitales para evaluar la situación. Sus propias instalaciones resultaron dañadas por el furioso rugido de la tierra que dejó un estimado de 200.000 muertos, 250.000 heridos y 1,5 millones de personas sin casa.

Ésa es la verdadera razón de que Mari Rose St Claire siga apostada a los pies de la cama de su hijo en el aparcamiento del hospital, lavándole en una palangana la única camiseta que tiene. «No tenemos a dónde ir, no nos queda nada». Allí por lo menos tienen un toldo que cubre la hilera de camillas y, aunque nadie les da agua ni comida, de vez en cuándo viene un médico a comprobar cómo sigue el niño, que se rompió la cabeza, el brazo y varias costillas.

Búsqueda de sus muertos

Otros siguen buscando a sus muertos. Etienne Maxon duerme frente a la pila de escombros que antes fuera el supermercado Caribean de la calle Delmas, esperando a que aparezca el cadáver de su hermana «para rendirle el último homenaje» con un entierro digno, en lugar de que la dejen tirada en la calle o se la lleven a una fosa común. No tiene esperanzas de que salga con vida. El sábado encontraron a su sobrina de 7 años, físicamente intacta pero traumatizada para siempre por el olor a muerte que despedía su madre, atrapada cerca de ella bajo los cascotes.

Con la ayuda generosa de un acaudalado industrial amigo de la familia la ha puesto en una avioneta rumbo a Miami, donde tiene otra hermana. Calcula que su familia dispone de comida en casa para una semana. Después de eso se irán a Petit Goave, un pueblo de provincias donde tienen parientes. Los más pudientes salieron en los primeros días o atascan la carretera del aeropuerto en busca de un avión que los saque. Otros se agolpan en las embajadas que han quedado en pie con la esperanza de ser asilados si conocen a alguien en esos países. Los que ni siquiera pudieron colarse por las ventanillas de los camiones y autobuses que salen repletos hasta la baca han emprendido el camino a pie, con 40 grados y una maleta en la cabeza.

«Antes éste era un país pobre, pero funcionaba. Había gente que vivía bien», dice Maxon. «Hoy ni con dinero puedes comprar comida o agua. No hay tiendas, no hay Policía, no hay Gobierno, colegios, transporte ni nada. Yo trabajaba en el Tribunal de Cuentas, que se ha derrumbado, así que ya no sé lo que voy a hacer. El palacio presidencial, el Ministerio de Exteriores, el de Economía y Finanzas. casi todos los edificios oficiales son ahora escombros. El de Justicia, desmoronado sobre una esquina que apunta al Hospital General, parece lanzar un mensaje apocalíptico: la naturaleza se ha cebado por igual con ricos y pobres, pero son estos últimos los que se han pasado seis días esperando asistencia en los peldaños hasta que han llegado médicos extranjeros a asumir el control. «Está terminando la primera fase, la de traumatología. Ahora viene la de epidemiología», avanza el médico catalán José María Soto, que ayer cortó miembros con sierras para yeso y sacó niños muertos en cesárea en el Hospital Universitario de la Paz, donde operan españoles y cubanos.

Los políticos de medio mundo siguen llegando a tomarse la foto, pero los aviones humanitarios tienen problemas para aterrizar. Haití sigue cristalizando las miserias del mundo, incapaz de poner fin a su sufrimiento.