TRIBUNA

Derecho, no sólo derechos

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Habitamos un tiempo de especialistas. Sabemos todo de nada. Rechazamos vanamente las ideas generales, por vagas e inconcretas, olvidando que en ellas anida la claridad y, por tanto, el criterio y la libertad.

Los juristas no somos ajenos al ambiente. Somos humanos. Dejó dicho Benjamín Whichcote: «(...) Debemos recordar que tenemos que hacer jueces con hombres y que el hecho de ser nombrados jueces no disminuye sus prejuicios ni aumenta su inteligencia...» Se colige inmediatamente que ello no resta un ápice de valor al Derecho, que no es otra cosa que una convención para la convivencia civilizada, ni al papel de los juristas, que de buena fe pretendemos desarrollar la tarea de tratar de dar a cada uno lo suyo. Aunque sea sabiendo que, en efecto, nuestra vocación no reduce nuestros prejuicios, ni nos hace más inteligentes; pero también que nuestras limitaciones en nada disminuyen el valor objetivo del Derecho, que es obra humana y precisamente por eso las contiene y asume.

Hoy solemos hablar con frecuencia, y con razón, de la importancia de los derechos, de nuestros derechos. Y queremos, al referirnos a ellos, entenderlos como expresión de la conquista de nuestra libertad individual y de un cierto grado de irrenunciable justicia, siempre tan inalcanzable. No hay por qué reprochar este argumento que, muy al contrario, debe ser celebrado y ratificado. Los juristas, sin embargo, lo sentimos como incompleto si no se recuerda que siendo la naturaleza del Derecho por esencia relacional no hay derechos sin obligaciones y responsabilidades. El Derecho es regla de convivencia y por lo tanto nos obliga, no puede ser de otra forma. La idea completa del Derecho abarca nuestros derechos, pero también los derechos de los demás que son precisamente nuestras obligaciones y nuestra responsabilidad.

Sería arriesgado pensar que nuestros derechos son posibles sin el Derecho. Nuestros derechos son naturalmente las obligaciones y la responsabilidad de los demás para con nosotros; cuya garantía de cumplimiento se halla sin duda en el vigor y la eficacia de las instituciones que encarnan y aplican el Derecho. Por lo tanto, postergar, soslayar o incumplir las normas y poner en entredicho a las instituciones que las sirven supone poner gratuitamente en peligro la convivencia libre. A la postre, el Derecho no es más, queda dicho, que una convención de civilidad. Se trata de decir buenos días, buenas tardes, por favor y gracias. El Derecho es escuchar antes de argüir, es esencialmente respeto para el diferente o el discrepante. La medida de la calidad democrática de cualquier sociedad no es sino la medida en que su ordenamiento jurídico establece y garantiza la libertad de todos y, muy en particular, el respeto de las minorías. Las formas jurídicas, que pueden sentirse como limitaciones, son en realidad puertas abiertas a la libertad y a la vida. Porque al sujetar nuestra pasión nos obligan a razonar, y desde la razón hacen posible la convivencia, y desde la convivencia hacen posible la vida, la libertad y la esperanza de la justicia.

España cumplió lo que bien podemos llamar el sueño de Jovellanos cuando en 1978 se constituyó en un Estado social y democrático de Derecho, como proclama la primera línea del primer artículo de la Constitución. Puede parecer poco, pero es mucho. Es, cuando menos, el resultado de la larga lucha por el Derecho que los españoles hemos sabido mantener tenazmente en el tiempo, usando la expresión de Ihering. Una lucha que ha transcurrido no sin sobresaltos: desde luego, desde la inhumana muerte del general Riego en la madrileña Plaza de la Cebada hasta el ignominioso fracaso colectivo de nuestra guerra incivil. Pero es, además, obra de todos y para todos, y obra de los españoles para los demás. Nos parece que, siendo así lo anterior, es deseable que todos hagamos siempre un esfuerzo por respetar nuestro Derecho y las instituciones que lo encarnan; es decir por respetar las reglas del juego. Quienes desde Calígula hasta ahora mismo han pretendido llevarnos al paraíso de sus delirios, prescindiendo para ello del obstáculo del Derecho, han terminado siempre por entronizar la arbitrariedad de su capricho sobre el cadáver de nuestra libertad y de nuestra dignidad. Conviene decirlo para que conste. Si es llegado el caso de ser víctimas de la arbitrariedad y querer acudir a defender nuestros derechos conculcados, lo que no conviene descartar nunca como posible, nos gustará entonces encontrar el consuelo de un ordenamiento jurídico vivo y el amparo de unas respetadas instituciones y magistraturas que lo encarnen.

Todo se puede cambiar, pero hacerlo respetando el Derecho es siempre el camino menos inseguro. Porque hay que mantener viva la convicción de que, como también dijera Whichcote, aquéllos a quienes la razón lleva a discrepar pueden ser llevados por ella a coincidir. Al terminar esta reflexión nos asalta la idea de si no estamos diciendo algo evidente. Bien pudiera ser. Pero en nuestro descargo nos acogemos al hallazgo proustiano, según el cual todo está ya dicho, pero, como nadie escucha, conviene repetirlo cada día. Así nunca podremos decir que no lo sabíamos.