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Minorías

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Aún recuerdo con cierta nostalgia una época en la que lo minoritario tenía encanto. Una especie de distinguida exclusividad. Ciertas minorías más o menos indóciles o excéntricas generaban ideas y estéticas nuevas y marcaban la vanguardia cultural o política. Su sola existencia se valoraba porque significaba que había una inquietud activa. Se pensaba que la discrepancia estimulaba el espíritu crítico y propiciaba avances. Yo, al menos, me tragué ese rollo. Y todavía creo en ello, qué le vamos a hacer. Ahora bien, en los últimos tiempos todo eso se ha ido al diablo, me temo. Lo alternativo, lo minoritario ha perdido prestigio. Y no sólo eso: si algo es tachado de minoritario, inmediatamente empieza a oler raro. Hemos caído de lleno en la dictadura de lo mayoritario. Sólo nos parece significativo lo que posee un alto valor estadístico. Sólo nos interesa lo que es consagrado por los índices de audiencia. Sólo nos convence lo que vende. Hasta la palabra democracia se utiliza ya casi exclusivamente en un sentido cuantitativo. Para designar las tendencias dominantes. Y para atenuar, sedar o demonizar cualquier forma de disidencia. Supongo que se trata de un fenómeno propio de épocas conservadoras. Una especie de integrismo sutil de sociedad hipercivilizada, electro-domesticada y en definitiva gobernada por las leyes de la publicidad y el mercado. Como si uno debiera avergonzarse por no coincidir. En fin. Nos refugiamos bajo el control de lo mayoritario como en una fortaleza segura. Pero lo cierto es que al final paradójicamente todos nos enorgullecemos de lo que nos distingue. Nadie de lo que le adocena. Porque en el fondo, a la hora de la verdad, todos somos minorías.