VUELTA DE HOJA

Un tiburón disfrazado

Para los niños de mi generación nadie nadará, jamás, mejor que Johny Weissmüller, más conocido por Tarzán. Sumó tres oros y un bronce en las Olimpiadas de París, allá por el año 24, y se convirtió en el héroe nacional de los Estados Unidos, a pesar de haber nacido en el desguazado Imperio Austrohúngaro. No sólo corría detrás de las medallas, sino delante de los cocodrilos. El hombre murió, hace unos años, completamente majara, dando gritos selváticos en uno de esos sanatorios psiquiátricos donde nunca han conseguido sanar a nadie. Pienso en el ídolo de mi niñez porque ahora, con suerte, llegaría el penúltimo en los 200 libres. Lo de Michael Phelps es inhumano. Antes de homologarle sus plusmarcas habría que convocar un cónclave de dentistas que garantizase que no se trata de un tiburón disfrazado. Habrá que esperar a que terminen los Juegos de Pekín para contar sus medallas. Va a conseguir que se olvide a Mark Spintz, que era más simpático, y eso es lo malo de las Olimpiadas: hace deponer ídolos.

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Unos son reemplazados por otros y pasan rápidamente a la historia, que tiene muchas páginas.

Si no se ahoga, Michael Phelps está destinado a convertirse en el rey de las piscinas, una especie de Neptuno rectangular de cinco velocidades. El ser humano ha buscado siempre sus límites. Tiene la curiosidad de saber hasta dónde puede ir más allá de sus posibilidades. Sospecha que ha sido diseñado con cierta precipitación, aunque le hayan hecho creer que su inventor lo hizo a su imagen y semejanza, si bien con un surtido variadísimo. No sé si la intriga por conocer nuestros límites nos salva, pero al menos nos entretiene. Nietzsche, que acabó loco como Tarzán, soñó con el superhombre. De momento, hemos encontrado al superpez.