FELIZ. Lomong portó ayer la bandera de Estados Unidos, el país que le ha acogido. / EFE
ATLETISMO

O corres o te matan

El atleta López Lomong, abanderado de EE UU, huyó a la carrera de Sudán a los 6 años para no ser fusilado. «Muchos no llegaron, se ahogaron o les devoraron las bestias»

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Hasta hace casi nada, López Lomong tenía la mirada de los campos de refugiados para sudaneses en Kenia. Ojos vacíos. Sin nada. Ni nadie. Ni pasado ni familia. Ni futuro. Y el presente era una cola diaria para un cuenco de arroz. Ayer, fue el abanderado olímpico del país más poderoso del mundo, Estados Unidos. Ahora es atleta, de 1.500 metros. Un elegido. Tiene 23 años y corre mucho. Pero nunca irá tan rápido como cuando sólo tenía seis años. Aquélla fue su gran carrera. Su medalla de oro. La ganó: sobrevivió.

Alguien dio la alarma en la aldea de Kimontong, en una esquina de Sudán. Venían los 'janjaweed', los árabes musulmanes del norte. A por la sangre cristiana del sur. La historia de siempre. África, que no tiene nada, despilfarra balas. La familia Lomong, como el resto del poblado, salió en estampida. Huían de la muerte, de la violación y la crueldad. López era entonces el pequeño Lopepe. Y claro que corrió. Sin parar durante tres días. Perdió el rastro de sus padres y de sus dos hermanos pequeños. La meta era Kenia, un lugar que ni conocía. «Soy afortunado», dice. Sí. «Muchos no llegaron. Se ahogaron o fueron devorados por las bestias». O fusilados por los militares. Sudán es el recorrido de una guerra civil eterna. Así era cuando en 1985 nació López y así es ahora, con el genocidio de Darfur: 400.000 víctimas. China apoya al Gobierno sudanés. Le vende balas y fusiles. Por eso, los compañeros de selección de Lomong le eligieron a él como abanderado. La bandera de todos. Un gesto de protesta.

Los otros atletas estadounidense sabían de aquella carrera inicial de Lomong. Esos tres días y noches de angustia. Agazapado. Como un animal. Sus piernas eran su única arma. Antílope. Escuchando el silbido de los disparos y el rugido de los colmillos. Al de tres días llegó a Kenia. Vivo. Solo. Y acabó en un campo de refugiados. Era como vivir bajo tierra. Enterrado. Ahí pasó diez años. Con la camisa de fuerza de la pobreza. Todos los días eran iguales: diana a las cinco de la mañana. Bajo un sol crudo. Sobre un paisaje semidesierto, de horizonte árido. De la tienda donde dormía a la cola para el arroz y el bidón de agua. «No teníamos nada. Sólo jugar al fútbol y correr». Como un ratón en la jaula. «Creí que toda mi vida sería así».

El campamento estaba asistido por misioneros católicos. Ahí cambió su 'Lopepe' por el nuevo nombre de pila: 'López', apellido en el resto del mundo. Pero qué sabían allí del resto del mundo. África es un continente cuyo oficio es la guerra. Allí, al menos, estaba a cubierto. Incluso, a veces, hasta podían ver algún rato de televisión. Por esa ventana catódica descubrió al atleta Michael Johnson en los Juegos de Sidney 2000. Esa imagen le abrió una vocación. Un sueño imposible. Estaba convencido de que a los adolescentes africanos la vida les pasa de largo. Él tuvo suerte. En Estados Unidos hay una organización humanitaria que rescata a algunos. La campaña se llama 'Lost Boys', destinada a Sudán. Sólo hay billete de ida al nuevo mundo para unos pocos. Antes de repartirlos, les preguntan: «¿Qué harías si pudieras vivir en Estados Unidos?». Lomong contestó: «Ser feliz y tener muchos amigos». Otra familia.

Meses después, Robert y Bárbara Rogers le esperaban en el aeropuerto de Nueva York. Son sus padres adoptivos. Y tiene otros cinco 'hermanos' procedentes del pozo africano. «Al principio no confiaba en nosotros. Le decíamos que era su casa, pero nada...», recuerdan los Rogers. Lomong era como un gato apaleado. El instinto selvático. Había arañado por un puñado de arroz y, de repente, se desplegaba ante él un abanico de abundancia.

La segunda vez que el joven sudanés corrió estaba ya inscrito en una escuela neoyorquina de secundaria. Con eso bastó. El talento brilla. Piernas como pértigas. «Pero era desconfiado. Y no tenía técnica», cuenta su entrenador, John Hays. Lo suplía con la genética y la determinación que imprime correr a los seis años con el ladrido de la muerte detrás. Eso no se entrena en Estados Unidos. La biografía de película de Lomong comenzó a escalar. «Cuando llegó estaba abrumado», dicen sus segundos padres. Luego le llamó el sonido del 'hip hop' y el sueño americano. No hacía falta correr para vivir; sólo por diversión.

Guarda hábitos sudaneses como devorar 'ugali', una mezcla de harina y agua con pequeños trozos de carne, pero es desde 2007 ciudadano americano. Ayer portó esa bandera en el anillo de Pekín. Como símbolo de protesta por el apoyo de China al régimen de Sudán, por el genocidio de Darfur. Por financiar la bala de la que estuvo huyendo durante tres días con apenas tres años. La que le apartó de sus padres y hermanos, la que le ató diez años al poste de un campo de refugiados.

«Dios también nace en Kenia», dejó dicho como lema una misionera agustina. Algo de eso hay. Hace poco, López Lomong supo que su madre biológica y sus hermanos están bien en Kenia. Volverá a por ellos. Y a África. Estudia administración de hoteles y quiere financiar el turismo en su país de origen. Lo conoce bien. «No me cuesta nada ponerme en la piel de la gente de Darfur», dice. Es del color de la suya. «Hay cosas de todos esos conflictos que no se ven por la CNN». A él, esas imágenes invisibles en Occidente le persiguen desde la mirada vacía y aterrada de un niño de seis años.