Marian Izaguirre, en el exterior del Café San Marco en Trieste
Marian Izaguirre, en el exterior del Café San Marco en Trieste - marta calvo

Trieste, almacén de la memoria

En «Los pasos que nos separan» (Lumen) Marian Izaguirre novela una historia de amor que recorre el siglo XX

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«La ciudad de Trieste es un almacén de la memoria», comenta Marian Izaguirre. Paseamos con la escritora bilbaína por el Giardino público. «Edita y Salvador tienen aquí su primer encuentro», apunta. Es una mañana luminosa bajo los tilos de 1920. Edita está casada con un aburrido violoncellista eslavo y Salvador es un escultor que conoce al apoteósico Gabriele D’Annunzio. Son los protagonistas de «Los pasos que nos separan». Están a merced de algo más que el adulterio: el viento de la Historia, insoportable como la «bora», ese viento que riza el Adriático y obliga a los triestinos a refugiarse en los cafés. Muchos años después, en los setenta, Salvador retornará a la ciudad de su vida; le acompaña Marina, una joven que se ha quedado embarazada y ejerce de secretaria mientras decide si abortará.

La historia de Trieste es tortuosa. Integrada desde el siglo XIV en el Imperio Austrohúngaro, en 1915 pasa a formar parte de una Italia coaligada contra los imperios centrales en la Gran Guerra. El gran momento de la ciudad es 1719, cuando Carlo VI la convierte en puerto franco. Edita y Salvador van a vivir el nacimiento del fascismo cuando D’Annunzio, como la canción de Battiato, «montó a caballo con fanatismo futurista». En 1920 los «austriacos» molestan en Trieste y los «squadristi» incendian el Narodi Dom (la casa del pueblo eslavo) de la via Battisti. Como la «bora», un siniestro himno recorre las calles: «Siamo trenta d’una sorte, e trentuno con la morte. Eia, eia, alalà». D’Annunzio conquista el Filume -la Rijeka eslava- y el segundo puerto, junto con Trieste, del vencido Imperio vienés.

Una estatua de James Joyce se asoma al canal con un libro en la mano derecha. Otra vez el almacén de la memoria: en 1905 Trieste era el principal puerto comercial del Mediterráneo y por ahí entraba todo el café que excitaba a Europa. No es extraño, pues, que el más bello café de la ciudad, el San Marco, lo regente la familia Illy. Desde 1904, Joyce imparte clases de inglés en la Berlitz y traba amistad con Italo Svevo, encarnación cultural triestina. El dublinés escribe «Música de cámara», «Gente de Dublín» y el poema en prosa «Giacomo Joyce», y bosqueja lo que será el «Ulises».

Cuando comienza la historia de «Los pasos que nos separan», Joyce acaba de dejar Trieste. El director de la biblioteca-museo nos dice que «estaba incómodo con el nuevo clima de esa ciudad a punto de caer bajo la administración fascista». A partir de 1922, con la Marcha sobre Roma de Mussolini, Trieste se hace irrespirable para los eslavos y los judíos. «La ciudad se había convertido en un botín de guerra», apunta Marian Izaguirre. La ciudad italiana y la arquitectura austrohúngara congregan los demonios europeos. Lo vemos en el Arco di Riccardo de la Piazza Barbacan, monumento romano del siglo I. En las sinagogas. En el Museo Revoltella con su estatua de Maximiliano...

Fronteriza, como Trieste

¿Cómo se construye o se reconstruye la identidad?, preguntamos a la autora: «Con las pérdidas, con todo aquello que dejamos atrás y de lo que nunca podremos deshacernos». Con una vida entre Bilbao, Madrid y Barcelona, Izaguirre se identifica: «Soy fronteriza, como Trieste. Mis certezas son propias y no conocen banderas ni nacionalismos». Además de las pérdidas, los amantes de su novela están unidos por una pintura: la «Anunciación» de Antonello da Messina. Esa Virgen que levanta levemente la mano abrumada por el peso de la púrpura divina… Messina, otro fronterizo; siciliano de maestría flamenca. Salvador, el protagonista de la novela, recorre medio siglo después la toponimia de la memoria: Trieste, Liubliana, Zagreb. Le explica a la joven Marina la compleja Cuestión Adriática. Trieste yugoslava en 1945, Trieste bajo administración británica y americana, Trieste, de nuevo italiana, a partir del 54… El 60% de sus habitantes hablan italiano, y el otro 40% se repartía entre serbios, croatas, alemanes…

Desde el Ponte Rosso llegamos a la iglesia de Piazzeta Santa Lucia. Marian Izaguirre señala una casa pintada de azul celeste. «Ahí vive Edita y en esta iglesia Salvador la besa…». Mantendrán encuentros clandestinos en una vieja pensión de la via Fabiani. Los amantes furtivos recorren Trieste una y otra vez, buscándose: la via Capitolina, el Lazaretto Vecchio, la de San Lorenzo, la via Tiépolo… Calles que suben y bajan, mientras la implacable «bora» maltrata ventanas despintadas. Marian Izaguirre dirige su mirada hacia ese Adriático sin playas ni olas: «Es como una bañera con demasiada agua». Demasiados recuerdos: amantes furtivos, memoria culpable. Triste Trieste.

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