Los novios, José Manuel Riella (103 años) y Martina López (99), y sus familiares. / Efe
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Novios centenarios y remolones

Una pareja de campesinos paraguayos de 103 y 99 años se dan el sí ante el altar y sus 113 descendientes tras 80 años de convivencia

MADRID Actualizado: Guardar
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Los novios suman 202 años y, claro está, peinan canas. Además de centenarios, son remolones. Llevan juntos más de 80 años, pero Martina López, de 99, y José Manuel Riella, de 103, no encontraron el momento de pasar el altar y convertirse en marido y mujer a los ojos del Altísimo y sus vicarios en la tierra. Al menos hasta el pasado domingo, cuando Martina, vestida de largo, de un blanco impoluto como su nívea melena que adornó con una diadema de albas flores, y José Manuel, con camisa blanca pero sin chaqueta, se dieron el sí y se juraron amor eterno ante Dios. Lo hicieron entrelazando las manos e intercambiando alianzas en presencia de sus ocho hijos, 50 nietos, 35 bisnietos y 20 tataranietos. Sus 113 descendientes directos a los que sumaron un buen puñado de invitados que disfrutaron de la esperada boda y su festín.

Los campesinos José Manuel y Martina ya eran matrimonio a los ojos de la ley. Pasaron por el juzgado y formalizaron su unión civil hace más de 30 años. Para entonces sumaban 49 años de convivencia. Se enamoraron en 1933, cuando Adolf Hitler llegaba al poder en Alemania. Cabe suponer que alguna diferencia habrán tenido a lo lago de tantos años, pero también capacidad para superarla y mantenerse unidos y con la palabra divorcio fuera de su vocabulario.

El enlace se celebró en el jardín de la modesta casa familiar, en el barrio de la Prosperidad de Santa Rosa del Aguaray, en la provincia de San Pedro, a unos 300 kilómetros de Asunción, la capital de Paraguay. Sentado en su silla de ruedas, el añoso novio prometió amor eterno a Martina, encantada con la jubilosa y emotiva ceremonia. El novio confesó una intensa emoción por recibir «finalmente» la bendición matrimonial. Tambien Martina, feliz por rubricar ante la Iglesia y los suyos la renovación de un amor que parecía eterno antes de llagar al altar. «Nuestros hijos nos preguntaban que si estábamos dispuestos a casarnos y eso es lo que hemos hecho, encantados de que todos estén aquí», explicó la animosa novia en su dialecto indígena.

También expresó su contento Cristian Paiva, el sacerdote que ofició la boda ante un altar construido para la ocasión y decorado con flores también blancas. Constató el cura que por primera vez casaba a una pareja con tan extensa convivencia previa, tan numerosa familia y tan avanzadas edades. Tras los síes de rigor y el dificultoso intercambio de arras y alianzas con ayuda de los familiares, hubo banquete. El viaje de novios queda para mejor ocasión. «El novio se mueve con dificultad y es un poco duro de oído, pero tiene la cabeza en su sitio. Ella tiene algo más de energía y aún se ocupa de llevar su casa», confió el cura tras las ceremonia.