Luis Ventoso

Guildhall

Luis Ventoso
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LA City es hoy un distrito de Londres, sede de su poderío financiero, donde conviven las torres de vanguardia «high tech» con edificios aislados que dan fe de un remoto pasado. La City se levanta sobre lo que fuera el fundacional Lodinium romano. El día y la noche son allí dos planetas. Por las mañanas todo es muchedumbre y energía, con más de 300.000 ejecutivos que caminan con paso nervioso a sus colmenas de cristal. A media tarde, los más jóvenes asaltan ansiosos los pubs de la Milla Cuadrada. Alivian a pintas –o copazos– el estrés de la exigencia financiera más tensa y bien pagada. Pero en cuanto cae la tarde la City muere. Se convierte en un desierto, una Gotham letárgica donde solo moran 7.000 almas.

Solo un gran edificio civil de lo que fuera la City del Medievo se mantiene en pie, el enorme Guildhall, un palacio que es sede de su corporación. Se concluyó en 1440, en la parcela que había ocupado un anfiteatro romano, y ha sufrido sus zarpazos: no salió ileso ni del Gran Fuego de 1666 ni de las bombas de la Luftwafe, que arrojaron allí un buen pepino en la Navidad de 1940. Pero tras varias restauraciones refulge todo su esplendor gótico, casi «harry-potteriano»: la mayor cripta de Londres, una biblioteca con tesoros y, sobre todo, su inmenso Gran Hall, lleno de memoria. Allí, en 1553, fue condenada por «alta traición» Jane Grey, reina inglesa por solo nueve días y que acabó bajo el hacha. Allí se despidió Chopin, o se ha agasajado a estadistas elegidos en banquetes para más de 600 personas.

El jueves, la City homenajeó a los Reyes de España con una cena de tiros largos en el Guildhall, un mar de vestidos de noche, pingüinos y pajaritas blancas. Todo discurrió con esmerado protocolo inglés, con brindis rituales y hasta trompetería a lo Ivanhoe a modo de saludo. Hoy Inglaterra es mestiza. Me tocó cenar junto a una judía londinense, una virtuosa del oboe hija de refugiados que huyeron de Hitler; un director de cine de aspecto asiático que se apellidaba Alí y una chica de origen indio, que escribe discursos para la City. Todos echaban pestes del Brexit, con un enojo tamizado por el humor socarrón inglés. Charlábamos con animación, caldeada por vinos españoles que se hacían querer, cuando se escuchó una voz solemne, que voceó solo dos palabras: «The Queen!». Todas las conversaciones enmudecieron. Como una sola persona, los 600 comensales se levantaron al unísono. Con gesto hierático y respetuoso escucharon el «Dios salve a la Reina». A su remate, la sala voceó de nuevo: «The Queen!». Idéntico ritual se repitió con el himno de España, rematado con un sonoro «¡viva el Rey!» en castellano.

Dos países cuna de los idiomas más importantes del mundo, que levantaron los dos mayores imperios conocidos gracias a su mirada atlántica (que los españoles hemos olvidado con nuestra actual fijación mediterránea). Dos países ejemplo de bienestar y libertad para sus ciudadanos, donde se disfruta la vida con ese poso sabio y un pelín de vuelta que adorna a las gentes de las naciones viejas. Dos países todavía extraordinarios, claro que sí, que no se van a descomponer porque a cuatro xenófobos les haya dado un rapto de ombliguismo ensimismado.

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