Dakota Johnson y Jamie Dornan, en una imagen de la película
Dakota Johnson y Jamie Dornan, en una imagen de la película

Crítica de «Cincuenta sombras de Grey» (*): Gavilán o paloma

Todo el caudal de sexo de esta película cabe en una manita sin guante de pinchos y no hay apenas rozadura ni para la vista ni para la imaginación

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El interés agobiante por el estreno de esta película tal vez cambie los usos de ir al cine del mismo modo que el libro en el que se basa cambió los usos de ir leyendo en el Metro: igual se pone de moda entrar en las salas con bigote y barba postiza como equivalente a llevar el libro forrado para que las tapas no delataran a su lectores. Poca cosa: la mucha expectativa es la antesala de la decepción.

Hay ciertos elementos notables en la adaptación que Sam Taylor-Johnson ha hecho para la pantalla de la obra de E.L. James, siendo el mejor de ellos, con mucha diferencia, la interpretación de Dakota Johnson, que hace comprensible el personaje de Anastasia Steele, la joven ingenua y dúctil que se queda embobada, como es natural, con ese portento de cualidades masculinas que es Christian Grey, el de las cincuenta sombras.

Para que el espectador no se pierda buscándolas, hay que advertir que Sam Taylor-Johnson no consigue alumbrar ni una sola de ellas: el personaje que interpreta Jamie Dornan, con enorme puntería física (podría doblar fácilmente a Cristiano Ronaldo), tiene todas las virtudes para componer una buena historia romántica de chicos encantadores y familias estupendas, pero como dominador que conoce todos esos resortes sexuales que llevan a confundir el placer y el dolor, como tipo con trastienda y rincones oscuros, este Grey de la pantalla no aprobaría ni primero de sadismo; de hecho, uno ha de esforzarse para no verlo como un membrillo más ante la sutileza y energía sentimental de la imperial Anastasia.

No hay apenas rozadura

En cuanto a su puesta en escena, elegante, olorosa y luminosa, bastará decir que uno ha de concentrarse en ella para no confundirla con los anuncios de estilo y buena vida que la preceden en la pantalla. Woody Allen, que de esto sabe, se preguntaba: «¿El sexo ha de ser sucio?»…, y él mismo se respondía: «Sólo cuando se hace bien». Todo el caudal de sexo de esta película cabe en una manita sin guante de pinchos y no hay apenas rozadura ni para la vista ni para la imaginación.

La estructura narrativa es tan clara que uno no sale del bucle, pues toda ella consiste en dar vueltas a lo mismo con la sensación de que se avanza, pero la batalla entre lo romántico y lo escabroso es ficticia, ilegible. Ni siquiera el texto va, digamos, «a lo negro», pues los diálogos en general podrían servir para una de Tom Hanks y Meg Ryan, en el estilo del «no te vayas», «¿por qué me haces esto?», «no puedo vivir sin ti» y el consabido «aléjate de mí, no soy hombre para ti»…

Pero hay que insistir en lo estimable de esta sombra, y es Dakota Johnson, hija de Melanie Griffith y nieta de Tippi Hedren, que está magnífica, tensa e intensa, y que trastoca con enorme naturalidad los planes de E.L. James o de la directora Sam Taylor-Johnson, alterando el sentido de la historia como si fuera la canción de Pablo Abraira, «Gavilán o paloma». Pero esto no se acaba aquí, aún nos esperan otras dos entregas, que nadie tire su barba y bigote postizos.

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