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Los maridos, de compras

Las compras suelen durar lo que tarda una pareja en enfadarse de manera irreconciliable hasta la siguiente reconciliación

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El matrimonio, además de un peculiar estado psicofísico, constituye una aventura empresarial para emprendedores de todas las edades, que se ven sometidos a rigurosas y trascendentes experiencias biográficas. Sólo señalaré algunas de las pruebas más comunes a las que deben enfrentarse las parejas, en busca de la felicidad y la paz domésticas: la lucha por el mando del televisor y, en consecuencia, el pacto acerca de qué programas deben verse después de haber cenado una buena pizza precocinada; el conflicto térmico estival de dormir tapados o no con un cubre, y su variedad tecnológica moderna sobre la intensidad de la refrigeración; el análisis acerca de la oportunidad para realizar, cada cierto tiempo, lo que suele conocerse como «el cambio de armarios»; y, por encima de otros rigores sentimentales, el acto de ir de compras por el centro en armonía conyugal.

Nadie sabe muy bien a qué se debe el rasgo antropológico femenino por el cual a un elevado porcentaje de mujeres les encanta ir de compras. Las teorías más reputadas sostienen que se trata de un comportamiento que tiene su origen en diferentes razones: bioquímicas, culturales, psicológicas. El hipotálamo de la mujer, según algunos especialistas, segrega una enorme cantidad de oxitocina (la hormona de la afectividad) ante el reclamo de las novedades, las rebajas, las gangas y las ocasiones.

Desde el punto de vista matrimonial, los maridos son elementos útiles en la ceremonia de ir de compras: en primer lugar, como porteadores de las bolsas y los paquetes; y, en definitiva, como elementos reguladores del rito, según el grado de disgusto que sospechen en ellos las mujeres. Las compras suelen durar lo que tarda una pareja en enfadarse de manera irreconciliable hasta la siguiente reconciliación.

Confieso que a mí me gusta ir de compras, sobre todo por observar a mis colegas durante uno de tantos trabajos del amor. Lo cierto es que me producen mucha ternura. Los veo a veces en la puerta de Zara, como perrillos atados a un árbol, aullando y fumando hasta que vuelven sus dueños. En ocasiones me los cruzo, en estado de shock postraumático, sin saber a dónde se dirigen, por la planta de lencería de El Corte Inglés, tratando de no parecer degenerados en busca de fetiches eróticos. Junto a las cortinas de los probadores, sudorosos y alicaídos, con el alma en un puño, porque falta tan sólo media hora para que empiece la semifinal de Champions. Derrotados en las zapaterías (con cinco sandalias del pie derecho entre las manos); hundidos en las interminables colas de las cajas; esperando en el coche, en doble fila, soportando la ira municipal y espesa de los agentes de tráfico. Sí, los he visto.

Los maridos, de compras –mis semejantes, mis hermanos- despiertan mi solidaridad humana. Me suelo acercar a ellos, ponerles la mano en el hombro, pronunciar unas palabras de ánimo, darles conversación deportiva o política, llevarlos a la cafetería de la sexta planta e invitarlos a una bebida energética. No te preocupes, compañero, –les digo a los maridos desorientados-, esto también pasará: faltan cinco minutos para que cierren.

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