La candidata del Frente Nacional durante un mitin en la localidad de Ennemain
La candidata del Frente Nacional durante un mitin en la localidad de Ennemain - EFE

La herencia de la familia Mónster

Marine Le Pen se ha cobrado la cabeza de su padre al frente de un partido que nunca había llegado tan cerca del Elíseo

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Mi primer contacto con la sociedad francesa se remonta al año 1966 y a una amable ciudad de la Costa Azul. Yo tenía 16 años y las fuertes –y, claro está, ingenuas– convicciones antifascistas de los nacidos bajo la una dictadura. Me llamó la atención, en mi primer paseo por la ciudad, la abundancia de unas pintadas, de inequívoca filiación nazi, a cuyo pie figuraba el logo de una cruz envuelta por un círculo, frecuentemente colindante con alguna esvástica, y una firma: Occident. Pregunté. Me explicaron que las pintadas eran cosa de una banda de pirados que había cobrado fuerza en los terribles años de la guerra de Argelia, particularmente amargos para una ciudad portuaria de la Francia mediterránea.

Proponían la candidatura presidencial de un viejo político pétainista, Jean-Louis Tixier-Vignancourt, responsable de la propaganda de Vichy entre 1940 y 1941. Y defensor del general golpista Salan en 1962. Eran nazis y muy violentos.

En su candidatura a las elecciones presidenciales de 1965, Tixier-Vignancourt había descubierto a un joven valor, su director de campaña y futuro sucesor, Jean-Marie Le Pen, antiguo paracaidista, condecorado por su actuación en la guerra de Argelia y ya ligado a la corriente más extrema del poujadismo. En 1962, el diario Combat había recogido el testimonio de su papel en la batalla de Argel: «Nada tengo que ocultar. Hemos torturado, porque había que hacerlo». Puede que ese mérito haya pesado fuerte en la decisión de recurrir a él cuando, en 1971, se geste la nueva organización que, bajo el nombre de Frente Nacional (robada, por cierto, a un grupo de la resistencia), funda el conglomerado de extremas derechas francesas, en diversos grados añorantes de Hitler o Mussolini. «Fui oficial de inteligencia en Argel. Como tal, debo de ser, a los ojos de mis colegas, una especie de mezcla entre oficial SS y agente de la Gestapo». Jean-Marie Le Pen dirigirá esa organización con mano de hierro. Hasta que su hija Marine, con mano no menos metálica, acabe por decapitarlo para tomar su puesto.

La historia del clan Le Pen es la de un mundo aparte. En el cual lo histriónico y lo escalofriante se enredan en una madeja legendaria y difícilmente verosímil. Marine Le Pen, que no será la primera presidenta de Francia esta noche, es el último episodio de ese museo de horrores. Por el momento.

Su autobiografía, À contre flots, arranca de uno de esos episodios extraordinarios. Ella tiene 8 años y la familia reside aún en dos pisos contiguos del 9 de la calle Villa Porier, en el distrito XV de París: «Fue el frío lo que me despertó. A no ser que fuera el silencio… Voy a levantarme, cuando me apercibo de que mi cama y mi habitación están sembrados de esquirlas de vidrio. Pero lo más sobrecogedor es este increíble silencio, tan espeso, tan denso». Es el silencio que sigue a la explosión de la dinamita. El domicilio de los Le Pen ha sido volado. Milagrosamente, no habrá muertos.

El atentado del 2 de noviembre de 1976 marca el traslado del clan a eso que algún comentarista ha llamado el «castillo de la familia Mónster», en el cual va a fijar, a partir de ahora, su residencia. Decir que la mastodóntica residencia de Montretout es un lugar extraño, es decir muy poco. Construido en 1830 por Napoleón III para sus privadas correrías de reputado disoluto, el enorme edificio de aire draculino fue regalado al jefe del FN por un millonario extravagante y admirativo, Hubert Lambert. Y ha sido el teatro en cuyo interior despliega su escena una familia en la cual lo trágico y lo cómico tejen un mismo relato.

Allí vivirá Marine Le Pen el avatar del que su autobiografía da testimonio más herido: el abandono de la madre. Que fue motivo de regocijo popular por sus pintorescas condiciones. Pierrette, la esposa de Jean-Marie, huye del hogar en 1987. Llevándose como «recuerdo» el ojo de cristal de su esposo. Tras complejas negociaciones, acaba por devolverlo a cambio de la urna con las cenizas de su madre, que había olvidado en el castillo. En lo que no hay acuerdo es en las condiciones económicas. Jean-Marie hace una de sus tonantes declaraciones a la prensa, proclamando que si su ex necesita dinero no tiene más que trabajar como chacha. Dicho y hecho. La revista Playboy detecta el negocio y ofrece a Pierrette un sustancioso contrato (400.000 francos de la época) por un reportaje con la quincuagenaria Pierrette como «porno-chacha», atendiendo en paños menores las tareas domésticas. No está claro a quien reprochará más, durante toda su vida, Marine el ridículo familiar de entonces: si a la cerrilidad del padre o a la frivolidad de la madre. «En la noche de las elecciones europeas, mi madre estaba radiante. Tres meses más tarde, se había marchado». La percepción de abandono atraviesa, a partir de ese momento, todo el texto autobiográfico de Marine Le Pen: «Mi madre me había abandonado. Ya no me amaba. Yo no era nada para ella. Viví la más cruel e hiriente de las penas de amor».

Tenía dieciséis años. La vida política iba a empezar muy pronto. De la mano de aquel progenitor, bajo cuya monstruosa sombra había crecido. Y al cual no acabaría de quitarse de encima hasta el año 2011. Cae la cabeza del padre. Marine inicia su propia vida.

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