El futuro de Europa en 25 metros cuadrados

Ursula von der Leyen vivirá y dormirá en un pequeño piso de 25 metros cuadrados que acaba de ser acomodado junto a su oficina en el último piso del imponente edificio Berlaymont, sede de la Comisión Europea en Bruselas. Aunque pueda parecer increíble, Von der Leyen sale ganando en términos de espacio puesto que, como ministra de Defensa del Gobierno alemán, hacía lo mismo en su despacho de Berlín, solo que allí se contentaba con un escuálido rincón de apenas 15 metros de superficie, lo justo para una cama y una ducha.

En las instituciones europeas no hay residencias oficiales para ninguno de los cargos esenciales, a pesar de que hay algunos como el de presidente de la Comisión que existen desde hace medio siglo. La ceremonia de asunción de poderes en la que participaron los líderes de las otras tres principales instituciones (Parlamento, Consejo y Banco Central Europeo) se ha tenido que llevar a cabo en el Museo de la Historia de Europa, que es a su vez un edificio recuperado del patrimonio belga, construido a principios del siglo pasado para prestar cuidados dentales a niños pobres. Algunos empiezan a pensar que probablemente sería razonable dotar a estas personalidades de una residencia formal acorde con la dignidad que representan, siquiera para que cuando los dirigentes mundiales visitan la UE pudieran corresponder a los gestos que reciben en sus viajes al extranjero. Su antecesor, el ex primer ministro luxemburgués Jean-Claude Juncker, ha residido estos últimos cinco años de mandato en la misma habitación del mismo hotel en el que solía alojarse cuando viajaba a Bruselas como ministro o como jefe de Gobierno en las últimas dos décadas, un cuarto con salida directa al jardín para poder fumar a su antojo. El criterio que ha invocado la alemana que le sucede a la cabeza de la Comisión para quedarse en el Berlaymont es bien diferente. Afirma que reducirá los costes de los servicios de seguridad y –el elemento más relevante en esta ciudad famosa por sus legendarios y cotidianos atascos– le salvará de los problemas del tráfico. La cara más desagradable de esa elección será para todos los demás miembros de la Comisión, que jamás podrán igualar a la presidencia en puntualidad matutina y que puede que ahora tengan que madrugar más para llegar a tiempo a las reuniones matutinas.

En lo que Von der Leyen no se distingue de muchos de sus colegas es en su intención de pasar los fines de semana en su casa, con su familia, que, evidentemente, no vendrá a Bruselas o al menos no a su mini apartamento del Berlaymont, donde es evidente que no cabrían su esposo y sus siete hijos. Igual que el propio Juncker regresaba a Luxemburgo (algo comprensible puesto que el Gran Ducado está a apenas dos horas en coche de la capital comunitaria), Von der Leyen pretende viajar a Hannover, donde tiene su residencia familiar, cada fin de semana. Allí puede incluso montar a caballo, además de seguir la evolución de los estudios de sus hijos, que ya hace tiempo que se han acostumbrado a ver a su madre lejos de casa el resto de la semana.

La primera que convirtió en algo sistemático –en su caso incluso demasiado sistemático– el viaje de fin de semana a su país de origen fue la antigua Alta Representante, la británica Cathernine Ashton, a la que se acusaba de alargar constantemente los fines de semana. Empezó viajando a Londres los jueves y siguió volviendo a Bruselas el martes, y eso a pesar de que el viaje en tren entre las dos ciudades dura un par de horas. En la Comisión saliente, el francés Pierre Moscovici ha sido el campeón del teletrabajo, con tal de que le permitiera trasladarse a París, aunque hiciera falta forzar un tanto la agenda de actos públicos. Veremos en esta legislatura tan marcada por la lucha contra el cambio climático cuánto tarda en ser criticada esta política de traslados de los comisarios y de su presidenta.