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Carlos III, ese extraño rey que nunca llega

Isabel II cumplirá 91 años el próximo viernes y no está dispuesta a abdicar en favor de su peculiar hijo de 68, Príncipe de Gales desde 1958

CORRESPONSAL LONDRES Actualizado: Guardar
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El próximo viernes Isabel II cumplirá 91 años, aunque celebra su cumpleaños oficial en junio en busca de una climatología más benigna (el año pasado le sirvió de poco: diluvió todo el día). La Reina sigue batiendo récords y con ella su hijo Carlos, que en noviembre cumplió 68 años. Solo Sofía de Hanover, fallecida en 1714, esperó más por la corona que él. Rebasada la edad de jubilación, hombre que se convirtió en Príncipe de Gales en 1958 sigue aguardando la misión para la que nació: el trono que lo convertirá en Carlos III. Pero su madre no está dispuesta a abdicar. Los especialistas británicos creen que cuando su salud flojee podría recurrirse a algún tipo de regencia, pero nunca a la renuncia.

La hipótesis de cómo sería Carlos como monarca entretiene a los ingleses, un juego animado por la singularidad de su carácter. En 2014 se estrenó con éxito en el West End la obra teatral «Carlos III». El cartel de la función no podía ser más elocuente: se le veía con la corona y con un esparadrapo cruzado tapándole la boca. El argumento fabulaba sobre los choques del nuevo Rey con su Gobierno. En las butacas sonaban carcajadas cuando al modo del padre de Hamlet aparecía el espectro liante de Diana, quien susurraba tanto a su ex marido como a su hijo William aquello de «tú serás el más grande de los reyes».

La presión de Carlos sobre el Gobierno en realidad ya ha ocurrido. En 2015, tras un debate jurídico que se prolongó diez años, vieron la luz por orden judicial 27 cartas que envió entre 2004 y 2005 a siete ministerios de Blair, donde expresaba sus puntos de vista sobre causas que le interesaban. La correspondencia se conoce como el «Memorando de la araña negra», en alusión a la caligrafía apretada del heredero. Los temas iban desde lo excéntrico (los tejones, la merluza negra, el albatros de la Patagonia), hasta algunas de sus perennes fijaciones (la medicina naturista), pasando por un aviso a Blair sobre que los helicópteros británicos Lynx de la guerra de Irak operaban mal bajo el calor. Las cartas se consideraron un incumplimiento del deber de neutralidad de la Corona.

La intromisión de Carlos en el ámbito del Número 10 venía de viejo. Siendo más joven y fogoso se enzarzó en una disputa con el ministro de Medioambiente de Thatcher. «Es una especie de bucanero del libre mercado que considera la protección del medioambiente una amenaza», comentó el Príncipe, en frase que acabó trascendiendo. La Dama de Hierro hubo de hacer honor a su apodo. Es el leyenda en Inglaterra que le espetó: «Yo dirijo el país, no usted, Sir».

Pero la edad y el matrimonio en 2005 con su amada, la que de soltera era Camilla Shand, han suavizado al Príncipe, últimamente risueño y humorista. Su valoración ha mejorado. Según una encuesta de ICM tiene una aprobación de +32. ¿Buena cifra? Según. Es alta si se lo compara con su desastroso hermano Andrés (-10). Pero resulta baja ante la de su madre y su hijo William, ambos con +65. Incluso Harry va viento en popa (+61), porque la monarquía atraviesa un gran momento: el 76% la apoya y solo una 17% prefiere una república. De todas formas, el personaje más valorado de la realeza es la hija de dos ex azafatos de British Airways y bisnieta de un picador de mina: Kate Middleton.

Carlos es una llamativa mezcla de lo carpetovetónico y lo moderno, siempre con unas gotas excéntricas muy del gusto inglés. Ha abrazado causas que se tienen por actuales, como el ecologismo, la agricultura orgánica o la medicina naturista. Pero también es un tradicionalista que ha librado batallas contra la arquitectura moderna, hasta el punto de crear un pueblo experimental, Poundbury, una suerte de Disneylandia urbanística donde ha plasmado sus sueños camp. No soporta el más mínimo debate sobre sus ideas y algunos invitados en Highgrove, su mansión georgiana en la campiña, han contado cómo se levantó de la mesa y se fue con sus perros tras una mera observación de un comensal que le desagradó.

El Príncipe es hombre de grandes entusiasmos, capaz de pasar una noche en vela absorto en una nueva idea. Pero le falta método. A diferencia de su madre, que prima el trabajo sistemático, la eficacia y la claridad, Carlos actúa por impulsos. Con frecuencia sus fascinaciones son efímeras. En los picos de subidón pueden telefonear a cualquiera a cualquier hora para sumarlo a un proyecto. Reunir equipos y motivarlos pasa por ser una de sus mejores cualidades.

Le gusta leer historia y ensayos y algunos amigos aseguran que solo ha acabado una novela, «Ana Karenina» de Tolstoi. Él mismo es autor. Ha escrito una diatriba contra la arquitectura moderna, un cuento infantil y hasta acaba de publicar un manual contra el cambio climático. A diferencia de su madre, una tumba ante la prensa, Carlos ha concedido varias entrevistas. Incluso se prestó a grabar un documental televisivo en el que durante meses lo siguieron Ant & Dec, pareja cuarentona de supuestos humoristas que encandilan a los ingleses.

Carlos ha sido el primer heredero del trono inglés con título universitario, tras graduarse en Artes el Trinity College de Cambridge en 1970. Antes fue también pionero en acudir a un colegio y no ser educado por preceptores. Pero no hay nadie más palaciego. A diferencia de su madre, nacida en un piso de Mayfair, él ya lo hizo en Buckingham.

Sus gustos son tan peculiares como su batiburrillo ideológico. Por ejemplo, jamás come al mediodía. «No funciono si hago el lunch». Desayuna pan de hierbas y té con miel y cena ensaladas. Exige que la cocción de los huevos dure tres minutos exactos y es muy caprichoso con la comida, hasta el extremo de que si acude invitado a la mansión de algún amigo se lleva a su chef. También se aliña el menú a su gusto, con condimentos propios que coloca al lado de los platos incluso en los banquetes oficiales.

Controla con rigor la cantidad de agua que bebe durante el día para no verse obligado a ir al baño durante su labor pública. Pero más que de H2O, el Príncipe es hombre de espirituosos, como bien denota la pigmentación rojiza de su nariz. El dry Martini es su debilidad. Dos mayordomos expertos le aportan el toque justo. También le relaja un buen escocés.

Hablando, Carlos es pura clase alta, casi hasta lo paródico. Sus hijos han aflojado y han adoptado una entonación más próxima, cercana al estándar de la BBC. Vistiendo es -of course- fiel a la calle del corte perfecto, Savile Row, meca de la sastrería a medida londinense. Se corta los trajes en Turnbull & Asser, donde en el libro de medidas está inscrito como Charles Smith. Su uniforme son las chaquetas cruzadas, que lleva siempre cerrados hasta el último botón, componiendo una imagen un poco de personaje de P.G. Wodehouse, más embutida que elegante y de flor en ojal y pañuelo. Curiosamente algunos de esos trajes están sobados, o hasta con algún arreglo perceptible. Se engalana con alfileres de corbata y relojes de oro. A veces luce unos gemelos Fabergé que fueron propiedad del último zar. Su peinado no ha cambiado desde su infancia: raya cerca de la oreja izquierda, hoy con coronilla abacial.

Si se hurgase en los bolsillos de sus ternos se encontrarían muchos papelitos. Es hombre de notas. Garabatea constantemente ideas en trocitos de papel.

La decoración de sus aposentos es también clásica, pero con toques exóticos, muchos orientales. Tras su divorcio de Diana -con la que vivió de 1981 a 1996, en un tormentoso matrimonio que ambos habían temido desde el principio-, procedió a redecorar drásticamente Highgrove retirando los tonos pastel del agrado de ella.

Carlos es un obseso de la ventilación, quiere que corra el aire por sus residencias. En una visita al Norte en un día gélido uno de sus guardaespaldas ordenó que se dejase abierta una puerta trasera, dando lugar a una gran corriente. «Le gusta el frío, cuanto más mejor», fue su explicación.

El Príncipe ha recompuesto su relación con sus hijos, que sufrió tras la muerte de Diana. Carlos los utilizó en una operación de relaciones públicas orquestada por sus asesores de Clarence House y destapada por los medios, con la que intentaba reconquistar al público encarnando el papel de buen padre viudo. Su fijación con la agricultura ecológica se ha convertido en un fructífero negocio, merced a su alianza con los supermercados de nivel alto Waitrose, donde comercializa su marca de alimentación orgánica. Buena parte de las ganancias van destinadas a su excelente labor filantrópica. Su bolsillo rebosa. Solo el Ducado de Cornualles le reporta 39 millones de euros al año. Sus ingresos privados netos anuales son, tras impuestos y obras sociales, de 7,6 millones, de los que destina 3,5 a los Duques de Cambridge y a Harry.

Hace unos días protagonizó su última polémica al privar a la primera ministra del avión oficial RAF Voyager. May viajaba en misión comercial a Oriente Medio y en las mismas fechas, Carlos y Camilla hacían una visita de nueve días a Austria, Italia y Rumanía. El Príncipe hizo valer sus galones y dejó a la premier sin el avión, lo que le valió la crítica de los laboristas. May voló en un chárter. Del viaje del heredero lo único que se destacó fue su interés por un poblado de turismo rural en Rumania. Las «cosas de Carlos», el Príncipe a la espera.

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