José Luís Rodríguez Zapatero, se abraza con el presidente de la Generalitat de Cataluña, Pasqual Maragall en septiembre de 2006
José Luís Rodríguez Zapatero, se abraza con el presidente de la Generalitat de Cataluña, Pasqual Maragall en septiembre de 2006 - inés baucells

El «modelo de Estado» sin norte del PSOE

Nadie duda entre los socialistas de que el apoyo del PSC al «derecho a decidir», como reclamo para ampliar la base electoral, fue un error que se ha rectificado en 2015

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La drástica negativa del PSOE a compartir el sentido de la reforma del Tribunal Constitucional que permitirá, por ejemplo, hacer cumplir las prohibiciones contra el desafío secesionista de Cataluña, demuestra que la dirección socialista no está conforme con el criterio expuesto por Felipe González cuando sostuvo días atrás que entre quienes se conjuran para vulnerar la ley y los que tienen la obligación de hacerla cumplir, se queda con los segundos. O con Alfonso Guerra cuando apela sin complejos a no ser «pusilánimes» y a la aplicación del artículo 155 de la Constitución para evitar la ruptura unilateral de Cataluña.

La defensa de la unidad de España ha sido una constante en el PSOE a lo largo de su historia.

Pero sus dificultades para articular un discurso homogéneo, o sus diferencias a la hora de adoptar un criterio unitario en todas las autonomías en torno al modelo de Estado, contradice esa defensa hasta el punto de identificarse con una calculada ambigüedad bajo el eterno refugio de «lo federal».

El modelo de Estado, las divergencias internas en torno al alcance de una reforma constitucional tildada de confusa y genérica, o el «derecho a decidir» como argumento de defensa programática, son desde hace tres lustros el talón de Aquiles del PSOE. En términos de credibilidad como proyecto político con vocación nacional, y en términos electorales ya que en las urnas viene pagando en escaños esa pérdida de identidad.

Hoy, nadie duda en el PSOE de que el apoyo brindado en el programa electoral del PSC al «derecho a decidir», una figura jurídica inexistente en España, como reclamo para ampliar la base electoral en el País Vasco o Cataluña, fue un error que se ha rectificado en 2015.

Pero el daño causado en la médula del socialismo catalán por su progresiva cercanía a un nacionalismo radicalizado ha sido catastrófico. Se trataba de justificar en Cataluña una teoría sobre el modelo de Estado que, por ejemplo, no aceptaba el PSOE andaluz, cuyo discurso en «clave nacional» no es una enredadera, sino una fórmula de aceptación constitucional sin matices.

Rentabilizar el «inmovilismo»

El propósito de Pedro Sánchez, como lo fue de José Luis Rodríguez Zapatero desde el año 2000, cuando accedió a la secretaría general del PSOE, ha sido rentabilizar el «inmovilismo» territorial de la derecha. Achacan al PP una obcecación obsesiva en reconocer que España es una «realidad plural y compleja» que exige superar el Estado de las autonomías hacia un modelo federal en el que, Cataluña por ejemplo, encuentre «acomodo». Por ende, la Constitución de 1978 está sobrepasada por la exigencia de muchas autonomías en materia de financiación, por la presión nacionalista y -hoy de manera patente- por un arriesgado desafío independentista.

Pero navegar entre dos mares no ha traído éxitos para el PSOE. Ha cuajado la tesis de que su modelo de Estado es difuso y oscilante, o de que todo es justificable desde la ambivalencia. No da con la tecla. Y, peor aún, parece incapaz de hallar una fórmula común en la que las distintas vertientes del socialismo convivan pacíficamente.

Hasta el año 2000, ni Felipe González ni Jordi Pujol habían puesto en solfa la validez de la Carta Magna. Una confluencia de intereses para apuntalar la gobernabilidad permitía a los nacionalistas vascos y catalanes ejercer con privilegio su papel de bisagra condicionante de mayorías. En los 80 y 90, poco a poco Cataluña fue logrando cesiones del Estado para el desarrollo de la Policía autonómica, la gestión de Instituciones Penitenciarias, la «normalización» lingüística, la cesión de un amplio porcentaje del IRPF... Algo similar ocurrió desde 1996 hasta 2004, en la etapa de José María Aznar. Los nacionalistas agrandaban su lista de exigencias y su influencia. Pero no fue hasta la llegada de Zapatero, en abril de 2004, cuando el PSOE abrió la caja de Pandora que amplificó el poder real del soberanismo.

Nación «discutida»

Puso en cuestión la vigencia del modelo constitucional, sostuvo en el Senado que el «concepto de nación es discutido y discutible», e inclinó a su partido a alentar profundas reformas que afectaban a la columna vertebral de la estructura del Estado. Ya en noviembre de 2003, Zapatero había prometido públicamente a Pasqual Maragall que impulsaría desde Moncloa la reforma del Estatuto que surgiese del Parlamento catalán, en sus mismos términos. Esa promesa a ciegas degeneró en un riesgo y en el deterioro de la percepción del PSOE como partido con una tesis nacional unívoca.

Un mes después, Maragall fue investido presidente de la Generalitat gracias a los independentistas de ERC y a ICV, que no tardaron en pasar factura por las palabras de Zapatero. Se puso en marcha la maquinaria de un nuevo Estatuto que, a la larga, sirvió para revocar la idea general de España que hasta entonces había mantenido el PSOE. Las tensiones internas se sucedieron, marcadas también por la reforma constitucional que Zapatero había propuesto en su debate de investidura. Se iba a regular la igualdad en la sucesión de la Corona, la conversión del Senado en Cámara territorial y se incluiría el nombre de las Comunidades Autónomas y una mención a la Constitución Europea. Todo se enquistó por el empeño del PSOE en hallar la fórmula que reconociese a Cataluña como «nación». Paralelamente, el debate territorial se enmarañaba en torno al federalismo como panacea de todos los males del PSOE. Surgió, como en un alambique de retórica o en un maremágnum terminológico, la acepción de federalismo asimétrico que proponía Maragall para privilegiar a Cataluña frente a otras autonomías.

Disfraces del federalismo

Frente a ella se opusieron desde dentro del PSOE propuestas de federalismo «participativo», «integrador», «representativo», «simétrico» -por supuesto-, «pluralista»… Incluso un indefinido «federalismo cooperativo», según consta en una publicación del PSOE andaluz editada por la Fundación Perales y prologado por José Antonio Griñán.

En 2006, y tras el famoso «cepillado» que Alfonso Guerra dio al Estatuto catalán en la Comisión Constitucional del Congreso, Zapatero cerró un acuerdo con Artur Mas, arrinconando a José Montilla (PSC) y a Carod Rovira (ERC), en un inédito desprecio político al tripartito. Pero no fue hasta 2010 cuando el Tribunal Constitucional desautorizó más de un tercio del texto por inconstitucional. La espita para alentar el victimismo de las instituciones catalanas quedó abierta, creció la agresividad del soberanismo, y buena parte del PSOE lo asumió como un serio error táctico que abocó al PSC a la mayor crisis de su historia reciente: deserciones en bloque, pérdida de credibilidad, falta de liderazgo… La Declaración de Granada con la que el PSOE quiso aunar a todos sus «barones» en torno a una idea federal del Estado como solución a su crisis de identidad actuó durante meses como un bálsamo provisional. Pero nunca fue una solución definitiva. Fue poner una tirita a una fractura abierta.

Hoy, con Pedro Sánchez, el socialismo no ha resuelto sus problemas y contradicciones. No logra rectificar la herencia. Su iniciativa de reforma constitucional, rechazada por el PP porque preconiza un «avance hacia lo federal» sin concretar cómo, poco tiene que ver con la planteada en 2004.

Incluso, Sánchez ha puesto en evidencia las grietas del socialismo al denostar, desde el año pasado, la reforma del artículo 135 de la Carta Magna, que promovió el PSOE de Zapatero de acuerdo con el PP para cumplir con las exigencias de la UE… y que él mismo votó. Sánchez, eso sí, ha conseguido que el PSC renuncie al «derecho a decidir» como promesa electoral, pese a que la base del socialismo catalán es abiertamente partidaria de él. La presión del socialismo «del sur» ha sido definitiva para lograrlo e intentar reencauzar la deriva territorial a la que ahora, con el desafío de Artur Mas en su momento más conflictivo, la «vieja guardia» socialista culpa de todos sus males.

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