Cuando era un niño le pregunté a mi padre, un día que le vi muy contento, que por qué andaba dando gritos por casa. A mis seis años no entendía tanta alegría. Me dijo que «habíamos» ganado al eterno rival de penalti injusto en el último minuto. Ingenuo como era, le dije que tampoco era para tanto. Él entonces me explicó, con mucha paciencia, por qué después de un partido de sufrimiento no hay mayor felicidad que empujarla dentro cuando parece que te vas a ir a casa con un empate.

Yo me creí todo lo que me dijo mi padre, que es la tarea de un buen hijo, y cuando fui mayor me formé mi propia opinión, que es la tarea de un adulto responsable. La mayor felicidad posible es un 5-4, después de haberte comido las uñas y una alternancia de tantos digna de un partido de tenis, con ocasiones cada pocos minutos en ambas áreas. O la inhabilitación permanente de los entrenadores amarretis y mourinhistas, que viene a ser lo mismo.

Sin embargo, esta Eurocopa 2016 está siendo el epítome de lo que mi padre entiende por felicidad. Desde el primer día de la competición y a la hora en que escribo estas líneas, se han marcado 36 goles, de los cuales siete se han marcado después del minuto 90 y otros siete entre el 80 y el 90. Uno de ellos el de nuestro Piqué al fondo de la malla de Cech en el 87, otro el de Payet con Francia en el mismo minuto.

Con el cansancio de un año que ha sido especialmente duro para los equipos europeos, y un campeonato que está demostrándose más igualado que ninguna edición de las dos últimas décadas -Portugal y su agonía islandesa pueden dar fe de ello-, está siendo la Euro perfecta para los que disfrutan de ese plot twist final digno de las películas de Shyamalan. Sólo espero que lo del campeonato de infarto no sea de verdad -al menos cuando juegue España-, que a sus 84 años mi padre ya no está para sobresaltos.