Fotos de un álbum familiar anónimo de los años 40-50, del Musée Nicéphore Niepce de Chalon-sur-Sâone. En sus retratos, el rostro de variias personas aparecen mutilados
Fotos de un álbum familiar anónimo de los años 40-50, del Musée Nicéphore Niepce de Chalon-sur-Sâone. En sus retratos, el rostro de variias personas aparecen mutilados
FERIA DEL LIBRO / FIRMA INVITADA

Fontcuberta, desretratos y foto-vudú

Si hay un autor en España en el que casan a la perfección textos e imágenes ese es Joan Fontcuberta. Con sus reflexiones -publicamos un fragmento de su próximo libro «La furia de las imágenes. Notas sobre la posfotografía»-. arranca este especial dedicado a la Feria del Libro y PHotoEspaña

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Entre las víctimas de la fotografía digital surgen las fotos familiares, desterradas hoy a las redes sociales y a las tarjetas SIM de los teléfonos inteligentes. Pero la postfotografía carece de la materia que substanciaba al álbum familiar. Desprovistas de cuerpo, las imágenes son incapaces de seguir actuando tutelarmente sobre la realidad y pierden su cualidad de talismán o de fetiche. ¿Es posible hacer revivir el álbum de sus cenizas? Tal vez solo sea posible a través de una catarsis que comience por desenterrar los cadáveres escondidos debajo de la alfombra y rehabilite una memoria enmascarada, una memoria incómoda e impugnadora del poder totémico del fotoálbum.

El estalinismo nos habituó a otra clase de foto de familia: los retratos colectivos de dirigentes políticos, realizados para visualizar simbólicamente las relaciones de poder.

Aunque en las ceremonias familiares se sistematiza una cierta puesta en escena reglada (por ejemplo, los novios en una posición central, los parientes de los cónyuges a los lados dando relevancia a las figuras de más edad), las fotos de grupos políticos se rigen por una geometría aun más rígida en la que la proximidad o alejamiento del líder expresa una determinada jerarquía. Presencia o ausencia en la imagen se leen en clave de hallarse en estado de gracia o de desgracia. Por la misma razón, expulsar a alguien de una fotografía en la que anteriormente aparecía significaba su defenestración política, cuando no su reclusión o eliminación. La acción de las tijeras y el aerógrafo -¡que bien les hubiese ido el Photoshop a aquella sarta de censores!-, cebándose en las fotos de archivo, materializaba una intervención en la imagen que debía corresponderse con los hechos. Mutilar físicamente las imágenes, ensañarse en ellas, quemarlas: todas estas formas de violencia aspiran a doblegar la conciencia histórica a base de trasladar a lo representado el daño infligido a la representación.

¡Pancartas arriba!

El caso opuesto se da en las reacciones contra esos sistemas coercitivos, responsables de la desaparición física de los opositores, cuando los manifestantes levantan pancartas con los retratos de los desaparecidos: de nuevo la imagen expresa ese efecto de remisión a lo real, pero ahora con una dirección inversa, porque la recuperación del retrato, su tratamiento «in effigie», debería conjurar su reaparición. La fotografía actúa como reminiscencia espectral de un ente ausente pero con el que se mantiene la capacidad para una cierta interactuación. ¿No es este uno de los hechizos más conocidos del vudú? Sólo que cuando esto pasa en Europa, lo llamamos Teoría de la Imagen, y cuando pasa en el Caribe, lo llamamos Antropología.

Con la postfotografía perdemos esas estancias mágicas de la imagen, y quién sabe si su capacidad de antídoto

Estas pautas están profundamente arraigadas y se propagan a través de los usos vernaculares de la fotografía y de la cultura popular, de modo que no es extraño que también impregnen la industria del entretenimiento, por ejemplo, protagonizando escenas en los exitosos relatos de la saga «Harry Potter» de J. K. Rowling. En « Harry Potter y las reliquias de la muerte 1», dirigida por David Heyman en 2010, Harry y sus amigos Hermione y Ron deben huir del acoso de Lord Voldemort y sus Mortífagos. En los primeros compases de la película, Hermione borra la memoria de sus padres con un sortilegio para impedir que Voldemort lea sus mentes y descubra el escondite en donde quieren refugiarse. La acción transcurre en el salón de la casa, y las mesillas y la repisa de la chimenea están repletas de fotos de familia con Hermione en diferentes situaciones. Cuando Hermione pronuncia la palabra mágica «Obliviate» su figura se desvanece en las fotos. Quedan los fondos y los personajes que la acompañaban, pero ella se ha esfumado: desaparecer en la imagen para desaparecer en la realidad. Sólo que aquí la magia la opera la fotografía por instigación de una niña maga y no de un viejo tirano.

Las fotografías, pues, se asemejan funcionalmente a esos elementos folclóricos que son los muñecos de vudú, una especie de pequeños fetiches, fabricados con diversos materiales y con forma humanoide. Estos muñecos pretenden ser representaciones de personas y la creencia es que están vinculados al espíritu de alguien determinado, con una especie de dependencia de vasos comunicantes: la acción ejecutada sobre el muñeco la experimenta la persona de carne y hueso que representa. Es sabido que estos fetiches se usan en rituales de magia negra oficiados por bokors, sacerdotes vudús que usan su poder para el mal. En esos rituales se clavan agujas al muñeco en algún lugar del cuerpo, pero es la persona vinculada la que sufre realmente el martirio.

Lo que queda escrito

También la literatura se ha hecho eco de esas prácticas vudú cebándose sobre fotos familiares. Mario Vargas Llosa, que tuvo una relación muy difícil con su padre, violento y maltratador, cuenta en sus memorias («El pez en el agua». Seix Barral, Barcelona, 1993), que una de las veces que él y su madre huyeron de casa, vivió en su propia piel un significativo episodio de agresión con fotografía interpuesta: «Mientras hacíamos eso [preparar las maletas para huir del domicilio paterno], yo, con el alma en un hilo, siempre temiendo que en cualquier instante se arrepintiera de dejarme partir, advertí, sorprendido, que había recortado muchas de las fotos que mi mamá tenía en el velador, eliminándonos a ella y a mí, y que a otras les había clavado alfileres…». Cuando no disponemos de fetiches a mano, las inocentes fotos del álbum familiar bien valen para descargar nuestra ira y proyectar el deseo de lo que queremos que suceda.

Sin cuerpo, la fotografía se desfetichiza. Sin substancia sólida, la postfotografía está y no está

Paul Auster refiere un pasaje similar en «La invención de la soledad» (Anagrama, Barcelona, 2012). Esa obra, escrita a partir del fallecimiento del padre, es a la vez un ejercicio de memoria, una investigación de la historia familiar y un ajuste de cuentas, suscitados sobre todo por el hallazgo de unas fotos. Una de ellas deja atónito al escritor: un retrato de familia en un ambiente campestre, bien ordinario, en el que aparece su padre con apenas un año, sentado en el regazo de la abuela, acompañada de sus otros cuatro tíos, es decir, el padre de Paul Auster con su propia madre y hermanos. La foto resulta extraña, como si una sutura atravesara la parte central vacía, pero una mirada descuidada podría achacarlo a un deterioro por el envejecimiento. Y es entonces cuando llega la revelación de un secreto: Auster nos descubre el misterio de un asesinato ocurrido sesenta años antes, cuando su abuela mató a su abuelo con un enredo de celos de por medio: las consecuencias de ese hecho serían devastadoras para la familia y habrían estigmatizado a su padre de por vida. «La primera vez que vi la foto, me di cuenta de que había sido rasgada por la mitad y luego pegada con torpeza, de modo que uno de los árboles había quedado misteriosamente suspendido en el aire. Supuse que la fotografía se habría roto por accidente y no volví a pensar en ello. Sin embargo, la segunda vez que la vi, examiné el corte con más atención. Debí de estar ciego para no haberlo descubierto antes: vi los dedos de un hombre sujetando el torso de uno de mis tíos y advertí con claridad que otro de mis tíos no tenía apoyado el brazo sobre los hombros de su hermano, como había pensado al principio, sino contra una silla que ya no estaba allí. Entonces me di cuenta de por qué aquella foto resultaba tan extraña: alguien había recortado la figura de mi abuelo. La imagen parecía distorsionada porque una parte de ella había sido eliminada. Mi abuelo había estado sentado en una silla junto a su esposa, con uno de los niños de pie entre sus rodillas, pero ya no estaba allí. Sólo quedaban sus dedos, como si intentara volver a la foto desde algún remoto agujero en el tiempo, como si hubiera sido desterrado a otra dimensión. Aquella idea me hizo temblar». Auster termina dando a entender que la abuela expulsó al abuelo de la fotografía oficial para rendir justicia a la realidad y a la Historia.

Otros cuerpos que herir

En fin, con la postfotografía perdemos esas estancias mágicas de la imagen, y quién sabe si su capacidad de antídoto. La desmaterialización del soporte queda como signo de los tiempos, apelando a la exaltación del puro lenguaje y de la conceptualización, al puro juego de presentaciones de la experiencia. La foto-vudú pasará pronto a engrosar la lista de anacronismos provocados por la desmaterialización postfotográfica. Sin cuerpo, la fotografía se desfetichiza. Sin substancia sólida, la postfotografía está y no está. ¿Dónde clavar los alfileres en una imagen sin chicha, en una imagen que no sangra y sin carne que se desgarre? ¿Cómo herir una imagen hecha de Matrix, de unos y ceros centelleantes? Deberemos buscar otros entes en los que sublimar el dolor.

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