HOTEL DEL UNIVERSO

Nicolás y yo

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Nicolás es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Sólo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro. Etcétera. Estoy seguro de que al abuelo Juan Ramón le habría gustado el pequeño Nicolás, y esa seguridad me hace quererlo a mí también, considerarlo como a ese sobrinillo soñador que todos tenemos, el pobre, tan cariñoso, tan espabilado, tan diligente.

No puedo dejar de observarlo desde mi condición de profesor en excedencia, de manera que lo veo como un fruto sublime de la Enseñanza Secundaria Obligatoria, del Bachillerato y de la Universidad. Nos estamos quejando siempre como plañideras acerca de la deficiencia de la enseñanza española, y para una vez que nos sale un alumno aventajado queremos afearle el expediente.

Ay, esta España madrastra.

Nicolasillo de Tormes es nuestro joven más emprendedor, el equivalente peninsular de los talentos precoces de Silicon Valley. Al juzgarlo, creo que se le está aplicando una severidad contrarreformista muy española y muy felipesegunda, cuando debería mirársele con el optimismo desprejuiciado con el que, por poner un ejemplo, contemplan los americanos sus asuntos mercantiles. Nicolás de Alfarache, en Wisconsin –sin ir más lejos– habría sido el empresario virtual del año.

Estoy seguro de que a Nicolasillo, doctor en la universidad de la vida, se le terminará estudiando en las cátedras. Nos ha dado una lección de cómo nuestra vieja idea de los negocios ha envejecido para siempre. Hoy en día, resulta una rémora poseer una oficina, unos despachos, una fábrica, una plantilla de trabajadores. Lo inteligente, en nuestro universo en marcha, es no estar sometido a los antiguos corsés laborales. Nicolás, que ni siquiera está sometido a los principios de realidad y verosimilitud, representa el primer joven trabajador líquido de nuestro tiempo.

Dicen que ha mentido. ¿Y quién no ha dicho alguna vez su mentirijilla venial de carácter programático? Afirman que ha mancillado algunas de las más altas instituciones estatales. ¿Y quién no ha soñado alguna vez con ser un James Bond castizo, al que las alcaldesas del pueblo de Madrid le encarguen labores desestabilizadoras contra el imperio del mal? Se rasgan las vestiduras con la suposición de que ha hecho un uso doloso de los servicios públicos. ¿Y quién –que levante la mano– no se ha paseado alguna vez con sirenas multicolores, en el coche oficial de algún ayuntamiento, de alguna consejería o de alguna diputación incluso, en esta multicolor patria autonómica?

Desde un punto de vista literario, considero a Nicolás el último gran representante de la Generación Nocilla –o tal vez el primero de la recién nacida Choco-Flakes–, el narrador fragmentario por excelencia, el que ha llevado más lejos la observación caleidoscópica de la posmodernidad. De ahí que reclame para él la concesión del Premio Nacional de Narrativa, o, en su defecto, del Príncipe de Asturias de Deportes.

Lo dejo suelto y se va al prado y acaricia tibiamente, rozándolas apenas, las florecillas rosas, celestes y gualdas... Lo llamo dulcemente: ¿Nicolás?, y viene a mí con un trotecillo alegre, que parece que se ríe, en no sé qué cascabeleo ideal. Etcétera también.

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