Tribuna

¡Bochinche, bochinche...¡

GRAN PREMIO CHAPULTEPEC (2009) Actualizado: Guardar
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La expresión vuelve a resonar 200 años después. No cabe duda de que al observar hoy los restos de otra revolución -una más- que en buena hora parece llegar a su fin, cabe repetir lo que el alba del 31 de julio de 1812 expresa nuestro precursor Francisco de Miranda ante los oficiales trasnochados quienes lo apresan esa madrugada -Simón Bolívar a la cabeza, Chatillón y Montilla- para entregarlo a los españoles. La hora de la traición toma cuerpo durante la noche del 30 y Miranda, sereno, mirando a los ojos de su leal y joven edecán, Carlos Soublette, quien mantiene en alto una lámpara, se limita a dictar su premonitoria sentencia: «¡Bochinche, bochinche; esta gente no sabe hacer sino bochinche!»

Mariano Picón Salas y William S. Robertson recrean con lápiz fértil los sucesos de aquella infausta o providencial circunstancia, que por obra de un sino se le repite al encolerizado Bolívar, quien desplaza hacia su jefe la culpa propia, su humillación y sentimiento de inferioridad al perder la plaza de Puerto Cabello a su mando y ante los mismos realistas. En Bogotá, hacia 1828, nuestro Libertador bebe de la misma hiel en una hora en la que es víctima igual de la conjura y debe esconderse bajo un puente para salvarse de una complicidad juvenil con la injusticia, de hombres de una generación más joven llenos de rencor y quienes lo consideran un decrépito; tanto como él mismo lo hace frente al «anciano» Generalísimo de las revoluciones francesa, americana e hispanoamericana, su superior.

Todo ha lugar, justamente, luego del desmoronamiento de nuestra Primera República, obra de los «padres fundadores» de levita, en su mayoría intelectuales de nuestra hoy Universidad Central, quienes en Congreso General nos otorgan, en 1811, la primera Carta de Derechos del Pueblo, un 1ro. de julio; el Acta de Independencia, el 5 de julio; la primera Constitución, el 21 de diciembre; y el decreto sobre libertad de prensa. Se trata de una república de derechos y garantista, con poderes públicos limitados, balanceados y desconcentrados federalmente, según el modelo que más tarde tacha el Libertador desde Angostura, en 1819, llamándolo «república de santos». Giovanni Meza, autor de 'El olvido de los próceres' es prolijo al respecto.

Las palabras de Bolívar son la medida del parte aguas que provoca su traición de La Guaira. «Solo la democracia, en mi concepto, es susceptible de una absoluta libertad; pero ¿cuál es el gobierno democrático que ha reunido a un tiempo, poder, prosperidad y permanencia?... Cuanto más admiro la excelencia de la constitución federal de Venezuela, tanto más me persuado de la imposibilidad de su aplicación, a nuestro Estado», afirma, antes de prevenirnos sobre la tutela militar que habremos de padecer en lo sucesivo: «Los libertadores de Venezuela son acreedores a ocupar siempre un alto rango en la república, que les debe su existencia».

Miranda, actor e hijo de las revoluciones americana y francesa del siglo XVIII, que aseguran los derechos y libertades como previas al poder constituido y determinan que éste ha de dividirse como garantía de los primeros, es, en efecto, víctima de la frustración de su subalterno. Azuzado por el oportunismo de Manuel María de las Casas y el resentimiento del Licenciado Miguel Peña, Bolívar apresa y desconoce a su jefe por convencido de que sólo la «guerra brava, guerra del trópico y de la multitud hirsuta» es capaz de vencer a los realistas, como lo cuenta Picón. Miranda no es capaz de ello. Y aquél, en contrapartida, se declara discípulo de la república romana: «La constitución romana es la que mayor poder y fortuna ha producido... todos participaban de todos los poderes», dice desde la misma Angostura.

Sea lo que fuere, a dos centurias de «la madrugada triste» como la llama Picón Salas, queda el recuerdo aciago del momento de La Guaira, cuando es despachado hacia el exilio y la muerte el más universal de los americanos. La historia se parte en dos. Queda atrás nuestra obra constitucional de civilidad y la secuestra el «gendarme necesario». La traición, paradójicamente, facilita la obra final de nuestra libertad y tiene como precio el pasaporte que recibe Bolívar del jefe realista Monteverde para viajar a Curazao. Media la gestión de un amigo de aquél, el comerciante Francisco Iturbe, quien lo presenta inofensivo: «Ese joven no es más que un calavera. Déjalo que se vaya».