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Oui monsieur

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Sí señor. Francia ha sido nuestro gran referente desde la Guerra de Sucesión en los albores del siglo XVIII. Nuestra Administración ha actuado con mimetismo para parecerse a la francesa. Me gusta Francia, mucho más las francesas. No por eso envidio a los franceses, porque las españolas son de armas tomar y tremendamente hermosas. Añoro muchas cosas de Francia, además del queso, el foie y el Bourdeaux, me extasían su forma de entender la patria, el Estado y cómo han regulado la institución de la huelga, cuando afecta a los servicios esenciales para la comunidad.

El Estado de Derecho francés se ha mantenido firme ante la barbarie de los extremistas. No ha dudado un ápice en la defensa del Estado, de los ciudadanos y de la legalidad vigente. Sin rasgarse las vestiduras. Nada de blandenguerías. Todos con el presidente y con su policía. Ante los desmanes, la Ley. Ésta, como expresión de la soberanía popular, no debe servir de coartada para no actuar con toda la contundencia que la situación requiere. Ni uno, ni nadie puede poner contra las cuerdas al Estado y a la mayoría de sus ciudadanos. Mientras los franceses se enorgullecen de su Estado, en España queremos mucho Estado pero sin quererlo, porque confiamos poco en él. Son las contradicciones hispánicas. En EE UU creen en el Estado lo justo y necesario. El Estado está al servicio del individuo en toda su dimensión. Pero éste le exige a aquel que sea fuerte, sólido, eficaz y moralmente bueno. España 'es diferente'. Por eso, ni es Francia, ni USA. En España ha sido casi natural ser 'liberal'. 'Sui generis' término empleado en nuestro país. Muchos se identifican desde antaño con él, producto posiblemente de desengaños históricos, producidos por la apuesta hecha en cada momento de la Historia por el Estado. Éste, ni les defendió, ni trajo la prosperidad, ni supo contener el desmadre nacionalista en el que nos vemos envuelto. Tenemos que modificar la concepción del Estado, tal y como hoy es concebido. Fijémonos en la grandeza de Francia, que enaltecen un Estado que ampara al ciudadano, como artífice primero y último de la soberanía nacional. Pongamos nuestros ojos y nuestra percepciones en EE UU, donde el individuo es arropado por el Estado, justo y necesario, pero eficaz. Donde el Estado y la patria se funden y se confunden. El español, desconfiado del Estado, no puede tener apego patriótico, cuando el sustrato o referencia institucional es el propio Estado. Nada que ver con la aceptación periférica del patriotismo ubicado en las 'nacionalidades históricas', productos de una especialísima forma de ver y entender la historia común de España desde el siglo XVI. Los españoles solo hemos entendido y creído en el liberalismo económico, fruto de la política de los tecnócratas de la época anterior, de ahí la entrega del español al mal llamado liberalismo, confundido como individualismo anárquico, que rechaza precisamente ese Estado y sobre el que construir el concepto de patria se antoja imposible. No es desafortunado el traslado a los momentos actuales, de la visión que Salvador de Madariaga tenía sobre los españoles y su particular concepción de la democracia. Somos tan individualistas, que representamos un cosmos de más de cuarenta y cinco millones de diferentes opciones políticas. Y sin embargo, muchos, más de los justo y necesario, depositan su propio futuro en el Estado, en el que desde luego no creen. Pero sí lo consideran patrimonio propio. Como sí deberíamos y no lo hacemos, considerar patrimonio propio por todos, la Nación española, a través del amor a la patria. Ya lo decía el artículo 6 de la Constitución de 1812. El amor a la patria de todos, el amor a la Nación española por todos, ese debiera ser nuestro gran patrimonio político, la herencia que nos dejaron y el legado que debemos proyectar a generaciones venideras.

Nos encontramos en tiempos de cambios. La Francia de la libertad, la igualdad y la fraternidad, ha dejado sitio a la Francia de la dignidad, la responsabilidad y la lucidez. Esta es la Francia de hoy, la que nos ha dado una lección política, defendiendo el Estado y denostando a los que subvirtiendo el orden, ponen en jaque al propio Estado. Defensa del Estado con energía y contundencia. Espero que los vientos de reformas que surcan nuestro cielo desde hace un trimestre, posibiliten una vez más por mimetismo, que España se vuelva a acercar nuevamente a Francia.

Por todo ello, un primer paso sería iniciar el trámite parlamentario para una ley de huelga, cuya esencia y fundamento, se circunscriba a la francesa. En esta, aquellas huelgas que afectan a los servicios esenciales de la comunidad, los transportes por excelencia, los trabajadores que van a ejercer su legítimo derecho de huelga, deben comunicarlo con la antelación suficiente a sus respectivas empresas, en los términos marcados por la Ley. Y sobre la base del conocimiento de la incidencia, la Administración decide los servicios mínimos. Es la única forma de respetar y conciliar el derecho de huelga y el derecho al trabajo, amén ce conciliarlo con el derecho de todos los ciudadanos a la libertad de movimientos en el territorio del Estado.

El próximo día 30 de marzo, con total urgencia debieran ponerse los cimientos para derogar el Real Decreto-Ley 17/1977, ya que la Disposición Derogatoria Tercera de la Constitución, hace treinta y cinco años por lo tanto, exigió su derogación, lo que lo convierte en anomalía jurídico histórica. Además, su artículo 11 que no fue declarado inconstitucional por la Sentencia del Tribunal Constitucional 11/1981 y por lo tanto vigente dice que «la huelga es ilegal cuando se inicie o se sostenga por motivos políticos». Es cierto también, que el mismo Tribunal ha declarado legales las huelgas generales, fundamentándolo en la imposibilidad manifiesta de separar los motivos o condicionantes políticos y los intereses de los trabajadores. De ahí la importancia de la pronta promulgación de una Ley, que corrija las contradicciones, resuelva la desregulación existente en lo concerniente a los servicios esenciales de la comunidad y adopte como se ha hecho en Italia, la calificación de huelgas ilegales, cuando tengan por finalidad subvertir el ordenamiento constitucional o a obstaculizar el libre ejercicio en los que se materializa la soberanía popular. Aplicando esta doctrina, está claro que una huelga general sería legal, pero muy probablemente no sería legítima, si con ella se limita, coarta y mediatiza el sagrado deber de los representantes del pueblo español, de dotar al Ordenamiento jurídico con una norma que posibilite el correcto funcionamiento del mercado de trabajo, que no es otra cosa que la llamada Reforma laboral.