Opinion

El País de Nunca Jamás

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El domingo pasado se cumplía el 150º aniversario del nacimiento de uno de los escritores más fascinantes y perturbadores del Reino Unido: James Matthew Barrie. Sus obras alrededor de la figura de Peter Pan, el niño que no quiso crecer, y sus innumerables secuelas, siguen siendo referentes de la literatura universal y siguen conmoviendo a los niños y a los mayores.

Hay libros y personajes librescos que nunca se agotan. Son filones a los que uno puede volver durante toda la vida para seguir encontrando el oro de las sugerencias y de las emociones. Así sucede con Peter Pan. Uno puede sentir a veces la rebeldía del caprichoso Peter, o armarse de la ingenua seriedad de Wendy, o incluso emular a Campanilla, cuyo pequeño corazón no podía albergar más que un sentimiento a la vez. El País de Nunca Jamás puede convertirse en un refugio ambiguo pero fascinante cuando el mundo real, donde todo es blanco o negro, nos abruma. En Nunca Jamás sigue habiendo un resquicio para el enigma y para la fantasía. Las hadas siguen resucitando por la fe de los niños, volar es un sencillo ejercicio de imaginación y morir (consecuencia de vivir) es aún una aventura impresionante.

J.M. Barrie fue un hombre atormentado, según cuentan esas biografías que él nunca habría autorizado («Dios fulmine a todo aquel que escriba una biografía sobre mi persona», dejó escrito en sus notas); sin embargo, su legado lo eleva por encima de cualesquiera claroscuros de su existencia. Tampoco en el equívoco país que inventó para sus niños perdidos el sol brillaba siempre. Lo importante es volar, esté el cielo despejado o cargado de nubes. La fórmula: «imaginar cosas estupendas que te levantan por el aire». No permitamos que los años y la madurez nos arrebaten esa facultad.