Tribuna

Libertad religiosa y crucifijos

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En una reciente entrevista, el presidente del Gobierno, Rodríguez Zapatero, interrogado sobre si la futura ley de libertad religiosa pondrá fin a la presencia de los crucifijos en las aulas de la escuela pública, remitió la solución de este tema a dicha norma y, preguntado por su opinión al respecto, señaló que «tenemos que avanzar en la dirección de la normalización en el ámbito de todas las instituciones publicas, en la normalización». Cuando, ante la perplejidad por la respuesta, el entrevistador le cuestiona qué supone esa normalización, el presidente, con rotundidad, contesta «normalización».

Claro que si tenemos en cuenta que, en función de nuestra tradición histórica, cultural, social, esta presencia estaba normalizada en nuestra sociedad y que sólo ha sido por exigencia de las minorías nacionalistas radicales, (ERC, BNG, IU...) que el tema ha saltado a la actualidad, debido a la enmienda presentada por éstas en el Congreso de los Diputados, condicionando, una vez mas, la política nacional, (a pesar de su exigua representación parlamentaría, y del numero de votos que los respaldan, cabe esperar lo peor de esa normalización que nuestro presidente anuncia.

El planteamiento de esta cuestión supone un paso más por parte de nuestros actuales gobernantes en el proceso de avanzar en el carácter laico del Estado. Pero supone, también, y hay que suponer que de una manera intencionada, confundir una vez más a la opinión publica entre lo que supone la laicidad (como sistema que permite la participación de las distintas religiones, y entre ellas la católica, en la vida publica, planteado como un «vivir juntos», respetuoso con cada una de ellas), con el laicismo (que comporta un sistema filosófico cerrado a la dimensión espiritual, y desconoce la presencia del sentido religioso en el ser humano).

Y lo que nuestra Constitución establece en su articulo 16 no es, como le gustaría a nuestros gobernantes, un laicismo excluyente, sino la aconfesionalidad del Estado: «1. Se garantiza la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y de las comunidades... 2. Ninguna confesión tendrá carácter estatal...». Es decir, que nuestra Constitución, partiendo de la autonomía de las esferas civil y política respecto de las esferas religiosa y eclesiástica, lo que sancionó fue la libertad religiosa; esto es, la libertad del individuo para adoptar la opción personal que considere más adecuada ante lo religioso, lo cual implica, de una parte, la necesidad de impedir cualquier coacción, y, de otra, que al Estado le incumbe defender, como al resto de las libertades públicas, esa libertad religiosa, y hacer posible a todos su efectivo ejercicio en pie de igualdad.

En palabras del profesor González Vila, la aconfesionalidad del Estado supone que el Estado no profesa religión alguna, que es muy distinto de la confesionalidad laicista que se nos pretende imponer de que el Estado profesa la no religión, convirtiendo así su particular opción política en una confesión estatal excluyente.

No se entiende este deseo de nuestros gobernantes de arrojar el hecho religioso del espacio público, ni puede entenderse acorde con lo que nuestra Constitución proclama. Colisiona, además, frontalmente con las posturas dominantes en nuestro entorno, mucho más respetuosas. Así en la laica Francia, su presidente, Nicolas Sarkozy, ha reivindicado públicamente una laicidad positiva que, reconociendo el papel de la religión en la sociedad y su carácter de patrimonio cultural y social, propugna el diálogo, la tolerancia y el respeto hacia las religiones que, según él, han contribuido al progreso de la humanidad, dando respuesta a la necesidad de esperanza del hombre y a su búsqueda de sentido. Incluso señalando como «desde esa laicidad positiva no se pone a nadie por encima de nadie, pero asumimos nuestras raíces cristianas, que no impiden que otras religiones, como la musulmana, puedan vivir en plano de igualdad con las demás». Señala así el carácter fundamental de la religión cristiana en la conformación del estado francés, ya que «detrás de la moral laica y republicana, hay dos mil años de Cristiandad».

Es esta laicidad, la que resulta más conforme con nuestra Constitución, y la que cabría exigir a nuestros gobernantes, no plegándose a los sectores más radicales de su propio partido y de las minorías nacionalistas que lo sostienen. Es decir, que el Estado, reconociendo el carácter positivo de la religión para el individuo y en la vida pública, permita a todo ciudadano que, en pleno ejercicio de su libertad ideológica, profese una religión o no profese ninguna, y que sea cual sea su opción personal se vea plenamente garantizado y protegido en su ejercicio.

Desde esta perspectiva tendríamos que exigir al Gobierno que esa próxima Ley de Libertad Religiosa no sea un decreto de supresión de la libertad religiosa y de sus símbolos, y, de manera principal entre ellos, el crucifijo, máxime cuando el mismo no es sólo la señal del Cristianismo, sino un símbolo universal de acogida, de solidaridad, de amor, de perdón, de reconciliación, de paz... Pensemos en lo que la cruz, y lo que en su nombre realizan millones de personas, que se sienten seguidores de la misma, está significando en estos tiempos de crisis en nuestra sociedad, y la esperanza que la misma representa para muchos necesitados. Porque, además, teniendo en cuenta que el hombre necesita símbolos ¿qué vamos a poner en su lugar?...