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Altares de muertos

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Anoche nuestros amigos mexicanos habrán terminado de instalar los altares de muertos. Los domésticos y los públicos. Los instalados para glosar la vida de un ser querido difunto, o aquellos para loar la vida de algún ser admirado, igualmente difunto. La confección de los inocentes altares debe cumplir con unas pautas arquitectónicas rituales de profuso candor: contar con una estructura de dos o tres niveles, incluso siete niveles en algunos casos, que cuenten con espacio para los aromas; sobre todo para el aroma votivo del laurel. Han de estar enmarcados por un arco que ejerza de acceso, cubierto todo el espacio por papel fino de seda picado, al estilo maya, de mucho colorín. Han de estar representados el fuego, el agua y la tierra y debe trazarse una vereda con pétalos de flor de cempasúchil. No pueden faltar las calaveras, la comida preferida del muerto loado, su bebida también preferida aunque fuera abstemio, tequila o mexcal por tradición, algunos objetos personales, adornos de libre elección, elementos religiosos como una cruz, preferentemente, y la imagen de un perro de poco pelo. Los mexicanos a la muerte la llaman la flaca y llaman al esqueleto calaca. Hoy todos nuestros amigos pasarán el día en los cementerios acompañando a sus muertos. Les habrán llevado sus comidas preferidas y habrán contratado a un mariachi, un trío o un conjunto norteño, según las preferencias del difundo o los haberes de sus dolientes. Se interpreta el repertorio completo de boleros, corridos o mariachis, que más gustaban al muerto, poniendo a prueba las dotes canoras unipersonales o corales de la bola de familiares que se amontona en torno a la lápida, los que a medida que se van emborrachando van recordando mejor las virtudes y gustos del pinche familiar que los dejó aquí abandonados ante las tentaciones de la carne y la chingadera del trabajo.

Dice mi amigo el prof. Diego Ruiz Mata que «el que no tiene muertos no existe», enjundiosa aseveración arqueotécnica que aporta sentido tradicional, ritual, incluso mitológico, a las tradiciones amerindias vinculadas a la muerte teatral, a los ceremoniales dramatúrgicos, que cada año evocan a aquellos muertos con los que convivieron cuando estaban vivos, y que cada año convocan como muertos vivos dentro de un ceremonial lúdico de forma lúbrica y preciosa, dado que se consideran existentes gracias a los predecesores y sus legados. Siendo el único mamífero con capacidad para heredar, conviene cada año agasajar a aquellos que nos enseñaron a leer, a escribir, a contar, a cantar, a amar, a saludar, a respetar, a admirar, a agradecer, a tolerar, a sonreír, a perdonar, a escuchar, a abrazar, a consolar, a condonar, en suma a hacer cosas pequeñas, cosas sazonadas, cosas agradables convertidas en ofrendas. Sin amores litúrgicos ni historia, no hay porvenir civilizado ni redentora educación.