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Usted, El Supremo

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Su buen padre le aconsejó a aquel gaucho que salió de la inabarcable llanura, en busca todavía de más amplios horizontes, que pidiera justicia. Cuando su hijo tuvo los dos pies en el estribo, rectificó: «Pero mejor será que no pidas nada». Hace mucho tiempo -de todo hace ya mucho tiempo- que escribí que esa promesa de «pedir y se os dará», tan esperanzadora, omite decirnos por dónde. Ahora el Tribunal Supremo ha denunciado en una sentencia «la desastrosa situación del urbanismo en España». Sus respetables miembros llevan más razón que muchos santos, y hablan de la «inoperancia de la disciplina administrativa» contra los desafueros de la construcción.

En estos momentos en los que el tiempo muere en nuestros brazos y está a punto de llamarse de otra manera, cunde la desmoralización. Sólo están repletos los comedores de Cáritas, algunos deshonrados por visitas oportunistas. Entre ellos los de muchas casas particulares donde nadie puede decir «sírvete», ni desear a otro «buen aperitivo», que se supone, ni siquiera esa ordinariez tan española de «buen provecho», que nos estimula a añadir unos centímetros a la cintura. Oigamos, entre villancico y villancico, la malanueva que nos anuncia el Tribunal: el desastre que empezó con el enloquecido urbanismo se extiende a las sagradas llanuras de la mesa, que además está desmantelada.

Que nadie confunda el pesimismo con la lucidez. El mundo no es pésimo, ya que es fácilmente imaginable que fuera peor de lo que es, basta con conjeturar que nuestros políticos fueran inmortales. Cruza por la acera una muchacha reciente, un niño se pone muy contento porque ha encontrado ilesa su pelota debajo del camión que acaba de pasar.