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Gadir bajo los pies

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Un rectángulo de tierra roja apisonada, en el fondo de un hoyo recién excavado, parecía un panorama poco interesante a primera vista, una tarde de 1998, creo, pero resultaba ser el mayor hallazgo arqueológico en Cádiz en mucho tiempo: suelo fenicio, por fin. La Gadir primigenia, la muestra palpable del enclave de la ciudad, tan controvertido, aparecía en la isla de Kotinoussa. Siglo VIII puro, según la antigua cronología, supongo. No he olvidado la emoción que sentí al dar la noticia, ni la pasión con la que seguimos paso a paso aquella excavación, «radiada» decía el arqueólogo Pipo Gener, de la Casa del Obispo. Era un solar que había permanecido intocado desde el XIX y representaba una oportunidad única de conocer las edades de Cádiz en sus estratos. Incluso también en su alzada, porque entre las piedras del edificio eclesiástico se hallaron, reutilizados, restos de construcciones romanas, con pinturas al fresco, estucos e incluso relieves, si la memoria no me falla. Algunos pueden verse en el yacimiento aledaño.

Así, apareció la tumba del sacerdote, con su anillo de oro de los dos atunes, tan copiado luego por un joyero habilidoso, y surgieron nuevas preguntas y misterios. Por ejemplo, cómo se relacionaba ese lugar de culto antiguo con el templo de Hércules en Sancti Petri, que quizá podría verse desde ese lugar, como ahora se ve la silueta del castillo, en los días claros, a pesar de que el emplazamiento verdadero del templo se corresponde con la Punta del Boquerón; cómo se habían superpuesto en el mismo solar los dioses (fenicios, romanos, cristianos), entre las dos catedrales; cómo habían actuado allí los ladrones de tumbas, a los que se caería el anillo en su huida. Por cierto que «El Rubio» me prometió por aquel entonces un artículo sobre los expoliadores de sarcófagos en la antigüedad gaditana y se fue, ay, sin escribírmelo. Y más: Pepe Angel González seguía la pista de una obra que se hizo en la zona en los años 6o y que podía haber destrozado -o sisado- restos de ese mismo túmulo, según le había contado un antiguo seminarista.

Más adelante aparecieron los criptopórticos, las galerías que comunicaban el Teatro Romano, tan majestuosas, y la cisterna en cuyo fondo algún ciudadano de Gades había tirado la fiambrera de su almuerzo: una jarra de barro con restos de conejo con caracoles, vaya plato para que Monforte lo incorpore a su amplia lista de delicatessens gaditanas, y las agujas o palillos de hueso que usó para comérselo. Los criptopórticos, hoy visitables, parecen responder a un antiguo hospital, según las últimas conjeturas arqueológicas, el lugar donde los enfermos se encomendaban a Asclepio, dentro de un sistema de templos que Gener parece haber identificado en la zona.

Once años después de todo aquello, este viernes se inauguraba «Entrecatedrales», una sencilla estructura que cubre los restos arqueológicos -la tumba, la muralla de vendaval de la ciudad, algunas estructuras de habitación-, y que crea un insólito mirador sobre el Campo del Sur, hacia el mar abierto. «Como un pañuelito blanco», lo definió en su momento su autor, el arquitecto gaditano Alberto Campo Baeza que, por fin, logra ver hecho realidad otro proyecto en su ciudad.

No son muchos los intentos de arquitectura moderna que se han llevado a cabo últimamente en el casco histórico gaditano, y mucho menos los ejemplos afortunados de convivencia entre los modos clásicos y los contemporáneos de construir. Tampoco hay una larga lista -ni apenas corta- de firmas prestigiosas que hayan dejado su obra en el caserío gaditano de intramuros, después de que lo hiciera Alvaro Siza en Concepción Arenal. De modo que este «Entrecatedrales» viene a cubrir no sólo un espacio físico relevante, sino también un lugar simbólico, y vacío entre nosotros, de lo que es el urbanismo moderno, necesitado de apuestas por piezas de calidad.

Porque, como dice el anuncio, la calidad se nota. Este Espacio «Entrecatedrales» tiene una levedad suprema y una elegancia tan sencillas como difíciles de conseguir. Ejemplo de libro del «Menos es más», Campo Baeza consigue un ámbito interior luminoso y abierto y una plaza superior que parece admirablemente colgada sobre el mar, «como la cubierta de un barco», dice él mismo, que sorprende y no puede menos que representar un feliz hallazgo para gaditas irredentos.

No se es un arquitecto grande porque sí. Lo siento por aprendices y advenedizos, en un mundillo poblado de aspirantes al Star System Architects. Campo Baeza ha logrado los más importantes premios por cada uno de sus trabajos, el último hace muy poco en la Bienal de Buenos Aires, pero a estas alturas ya no necesita más aval. Su estilo, su trabajo, su comprensión del entorno y su sensibilidad artística se unen en este caso a su amour fou hacia Cádiz y su conocimiento de las tipologías locales, de modo que el proyecto estaba hecho a su medida, porque además necesitaba de un ejercicio de juego con los planos -a lo Rembrandt, digo yo, el pintor que tanto le interesa-, y permitía hacer magia con la luz, la blanca luz gaditana, un elemento esencial de su arquitectura.

Era, aparte, de justicia que a Alberto le tocara dar relevancia a una joya histórica como este yacimiento primordial, que además ha sido el lugar sagrado de los gaditanos desde la antigüedad, él que tanto vive en el mundo espiritual.

Sólo lamento que no saliera su proyecto para el castillo de San Sebastián. A ver si allí hay magia, serenidad, elegancia, calidad...

lgonzalez@lavozdigital.es