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De dioses y hombres

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No sé si el arte cura, si nace del dolor, si lo mitiga, si alivia a quienes lo contemplan, pero desde luego sí me parece cierto que es lo único capaz de trascender lo inmediato y hacer visible lo que no alcanzan a ver los sentidos, incluso de trasladar el pasado con una viveza y una verdad imposibles por otros métodos. Es, pues, una manera de vencer a la muerte, al olvido, y hacer presente aquello que desapareció hace tanto. Hasta veintidós siglos, dos mil doscientos años, nos contemplan desde las esculturas del Museo de Dresde que pueden verse en el Prado aún toda esta semana próxima, una colección asombrosa, en el más puro sentido de la palabra como dice Emilio Lledó, de la que se sale con una alegría en el cuerpo poco común, sobre todo si se viene, como yo venía, de ver la antológica de Bacon, tan dura, tan amarga, tan cruenta. Los bajorrelieves de los cortejos dionisíacos, los efebos de tierno mármol pulido, los dioses gordos y carnales, las máscaras de los sátiros, el dulce escorzo de la ménade, las envidiables curvas de las venus dan cuenta, tantos miles de años después, ya digo, de una civilización vitalista, sensual, en alegre convivencia con la divinidad, libre, basada en el ideal de la 'areté', la excelencia, que amaba, como decía la oración fúnebre de Pericles, «la belleza sin extravagancia y la sabiduría sin relajación», pero que sobre todo amaba la vida («amamos el conocimiento, amamos el saber, pero sobre todo amamos la vida», cita Lledó). De ahí venimos, aunque muchas veces nada lo parezca, porque también en el arte, como en todo, se hace notar la falta de sentido de muchos de los ítems de nuestra actualidad. Lo cuento no sólo por recomendar un plan exquisito para quienes tengan hueco esta Semana Santa, y de camino para dar un poco de envidia y tirarme el farol, sino porque entre las muchas sensaciones que me dejó el paseo por la muestra, «Entre dioses y hombres» se llama, está una cierta impresión de estar en casa, por el recuerdo de la sala de estatuaria del Museo de Cádiz, y una desolada rabia interior por el abandono en que tenemos aquí la enorme riqueza de nuestro pasado, de nuestra historia. La arqueología, el patrimonio son los principales activos de esta ciudad, de esta provincia, y siempre ha existido un orgullo ciudadano por cada hallazgo, por cada piedra. Hace unas semanas pasé a ver el ajuar de Los Chinchorros, en el Museo de la plaza de Mina, y coincidí con varios paisanos más, como yo, curiosos e interesados por ver aquellas piezas, que se habían presentado en público el día anterior. Una ciudad así, sin embargo, no se merece que sus gestores hagan el terrible ridículo de confundir una epigrafía de manual en un bloque de mármol con «el primer grafitti de la historia» insultante contra el poder, como con tan alegre irresponsabilidad proclamó en una nota de prensa la delegada de Cultura, Yolanda Peinado. No ponía «Balbo ladrón», no señora, sino la marca de fábrica de la cantera y el apellido del capataz... y ni siquiera eran singulares, que aparecen en otras muchas piedras de Hispania.

El episodio, aparte de provocar un magnífico artículo de Monforte en La Voz y de desencajar las mandíbulas de risa a arqueólogos y latinistas de todo el país, da que pensar del rigor con que se manejan las cosas de la arqueología en la administración cultural andaluza, incapaz también de sacar adelante el proyecto de ampliación del museo gaditano que Bibiana Aido, como delegada, consiguió de Madrid, hace ya cuatros años, y que no estará para el Doce.

Los dioses nos protejan de estos políticos que tienen en sus manos, como juguetes, joyas tan valiosas.

lgonzalez@lavozdigital.es