TRIBUNA

Una de princesas...

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Son muchos los años que llevamos defendiendo que el cine, además de arte e industria, socializa porque es persuasivo y convincente mostrando modelos, normas, valores... Esas reflexiones, junto a que soy madre de dos chicas con las que he ido mucho al cine, me llevaron a dedicar una mirada especial a los valores y creencias mostrados por las películas Disney. Bien es cierto que son bastantes las voces disidentes que las tachan de sexistas o de racistas... o de traernos unos modelos de comportamiento trasnochados. Pero yo, no sé si por ser madre o profesional (no lo tengo claro), tenía cierto interés en delimitar en qué medida nos proporcionaban unos rancios espejos en los que mirarnos; en qué medida podían ser psico-socialmente poco saludables.

Y me encontré con que las películas Disney nos presentan, de manera machacona y recurrente, a tres tipos de mujer: la princesa, una chica dulce, vulnerable... que tiene como fin en su vida casarse (con su príncipe); la reina, destinada a tener hijos y luego... desaparece o muere (como en La Bella Durmiente) y la bruja o la madrastra, que es una mujer ambiciosa (y, por eso, mala y fea). Pero, además, entendí que esta categorización no resulta inocua; tiene efectos secundarios.

A las mujeres históricamente se nos ha vendido como ideal el aspirar a ser princesas de tal manera que, hasta hace relativamente poco tiempo, una mujer que no se casa es una «solterona»...

Por otro lado, el propio dicho «detrás de un gran hombre hay una gran mujer» ya señala a la mujer dónde debe estar, cuál es el sitio que se le pide para que realmente sea considerada una «de verdad». Ello ha hecho que vivan (vivamos) el éxito como una trasgresión a la norma y que desearlo es desear ser como un hombre, y eso no es adecuado.

De hecho, las mujeres ambiciosas son sentidas como malas, como brujas o como víboras. Esa es Cruela de Vil, una empresaria malísima, que se apropia de las ideas de las personas que trabajan para su empresa. Como contrapunto está Anita, una mujer creativa, una excelente trabajadora pero que es capaz de abandonar su trabajo por casarse, cuidar de «sus perros», de su casa y de su marido. Anita es una princesa que se convierte en reina cuando se casa para «morir» profesionalmente.

De pronto entendí por qué se suele vivir con sentimiento de culpa el deseo de triunfo profesional o el tener aspiraciones laborales... posiblemente porque hemos ido aprendiendo que sólo las brujas o las malas mujeres tienen esas inquietudes. A la vez, entendí lo que pasa con las mujeres que tienen/tenemos hijos. La culpa está presente porque se siente que una vida profesional quita tiempo al cuidado de la familia. Y, claro, no se nos puede olvidar que a las mujeres se nos ha adjudicado esa especial misión: el cuidado de la familia... Esto provoca una reacción tremendamente triste: las mujeres anteponen su familia a la carrera profesional.

Existen otros ejemplos en la filmografía y no ya de animación ni de la factoría Disney porque me temo que dicha firma sólo rubrica lo que está instalado en la sociedad desde siglos. Ellos (la Disney) sospecho que no crean sino que mantienen estereotipos prejuiciosos. ¿No es acaso una reina Meryl Streep renunciando a su trabajo de maestra (por lo que muere profesionalmente) por irse a un pueblecito a cuidar de sus hijos y de la finca? Esa confesión queda dicha en la interesante película Los puentes de Madison.

¿No se comporta como una princesa la actriz Najwa Nimri ante Eduardo Noriega en la película El método? Y eso que iba de bruja-luchadora para quedarse como alta directiva en la empresa que estaba seleccionando personal. Es posible añadir un matiz más: ¿alguien se rió cuando Mulán ocupó el puesto de su padre en el ejército imperial? ¿Y en Shakespeare in Love, cuando Gwyneth Paltrow se disfrazó de hombre para poder evitar un temible matrimonio y obtener el papel de Romeo?

Parece que, de alguna manera, a la mujer se le recuerda que si quiere llegar lejos (en su profesión, en sus expectativas ), ha de parecerse a un hombre (o ser una bruja malvada). A la vez, suele resultar de lo más divertido que un hombre aparezca como mujer: eso no da poder sino risa.

De la larga lista de comedias de hombres con faldas, traemos a colación una de las clásicas: Con faldas y a lo loco, donde se disfraza a Jack Lemmon y a Tony Curtis como mujeres para que puedan unirse a una banda femenina y escapar de unos gángsters. Lo femenino es de risa lo masculino serio.

Ojalá cada vez haya más niñas que no tengan miedo a ser madrastras de cuento. O mejor, ojalá cada vez haya más niñas que no tengan que elegir entre ser listas y feas o tontas y guapas; entre el desarrollo de una carrera profesional y tener familia. Ojalá que la historia de las mujeres podamos escribirla sin tanto lastre. Ojalá cada vez cobre más fuerza aquella estrofa de la canción que Sabina dedicaba al Madrid de la Movida y que decía: «Las niñas ya no quieren ser princesas... porque lo han cambiado por querer ser jefas, directivas... por tener poder para el cambio». Ojalá.