Ciudadanos

¡Hasta luego!

PREMIO CÁDIZ PROVINCIA 2012 Aquella noche estaba nublado, hacía viento y parecía que iba a llover, por lo que aceleré el paso para llegar lo antes posible a casa. Mi pesado andar hacía que las pisadas, al chocar contra los adoquines de piedra, sonaran bastante claras por toda la plaza de la Catedral, en la cual a aquellas horas solo se podía ver a dos personas que seguramente como yo volvían de trabajar. Según recuerdo, ese es el veinticuatro de diciembre mas frío que he vivido, por lo que la escasa ropa de abrigo que llevaba en ese momento no servía de mucho.

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Atajando entre callejones llegué al portal, donde mi fiel perro guardián me dio una gran bienvenida a base de ladridos y saltos, alertando así a los habitantes de la casa. Rápidamente, la puerta de madera desgastada por el tiempo se abrió lo suficiente para que la cabeza de mi hermana pequeña se asomara por ella y dejara al descubierto una gran sonrisa de alegría al ver a su hermano mayor. De un salto entré en casa, me quité el fino abrigo de remiendos y me acerqué a mi hermana para abrazarla. Después del abrazo, me llevó al pequeño cuarto utilizado para la cocina, donde mi madre, una mujer menuda y bonachona, preparaba una sopa que me parecía demasiado aguada. La mujer se apartó de la candela y me abrazó fuertemente. Tras una corta pero bien resumida explicación sobre el duro día de trabajo en el puesto de venta de pescado, le acerqué a mi madre una bolsa de cuero, en la cual había metido un par de peces no demasiado grandes que había conseguido robarle al dueño del puesto, ya que no podía permitirme com- prarlos. Desde la muerte de mi padre, debido a la fiebre amarilla que atacó la ciudad dos años atrás, tuve que ocupar su puesto en el tenderete de pescado del vecino, con 13 años de edad, y ganar lo suficiente para alimentar a mi familia.

Últimamente no había mucha gente dispuesta a pescar, ya que muchos hombres habían ido a San Fernando a bloquear la entrada a los franceses, por lo que el negocio no iba muy bien. Yo también quería ir y mostrar mi valentía, igual que había hecho mi amigo Alejandro, pero mi madre se negaba a dejarme. Yo estaba seguro de que algún día sería llamado a defender mi ciudad, y así lo esperaba.

Mientras mi madre terminaba de cocinar, mi hermana y yo pusimos los platos y cubiertos en la baja mesa de bronce y madera, que según contaba mi tía perteneció a su bisabuelo. Encendimos unas velas y esperamos sentados la cena. Poco después, llegó mi madre con un caldero de sopa, que fue repartiendo en cada plato. Mis sospechas se hicieron realidad: la sopa estaba aguada. Una vez sentados, las mujeres se echaron atrás el pelo y cogidos de las manos rezamos un padre nuestro, dando gracias a Dios por la cena en la víspera de navidad. Al mismo tiempo, observé que mi madre lloraba. Aún no había superado del todo la muerte de su marido y lo echaba de menos. Empezamos a comer la sopa, ya fría, y charlamos sobre las anécdotas de ese día.

De repente, el perro comenzó a ladrar y se empezaron a escuchar una serie de voces: alguien gritaba algo en la calle. Todos salimos al portal en el acto y observamos la escena. Hombres jóvenes y mayores salían de sus casas y se unían a los soldados que acompañaban al pregonero. Este decía que era necesario que algunos hombres se unieran a las defensas gaditanas debido a otro ataque francés. Busqué la mirada de mi madre, y cuando la encontré observé en ella una mezcla de tristeza, aprobación y dolor. Ella sabía lo que yo iba y debía hacer. En cuestión de segundos estaba fuera de casa. Con pena y llorando, mi madre me abrazó efusivamente, me dio el abrigo y una bolsa con un mendrugo de pan. Me deseó buena suerte. Al empezar a caminar hacia el grupo de hombres ya no me sentía animado, al contrario, tenía miedo y lloraba como nunca había llorado. Una llamada de mi hermana me hizo parar y girar la cabeza. Mi hermana, abrazada a mi madre, me sonreía de lejos y con solo dos palabras se despidió de mí:

-¿Hasta luego!

Sin duda, ella no sabía lo que ocurría, era demasiado pequeña como para saberlo, pero esas palabras me hicieron tal efecto que rápidamente corrí hacia ella y la abracé. Firmemente me juré que volvería. Con valentía renovada volví a alejarme, sin mirar atrás, para que lo último que pudiera recordar fuera la sonrisa de la pequeña. Unos minutos después, me encontraba marchando hacia mi destino. Han pasado muchos años desde lo ocurrido, pero aun puedo recordar fácilmente la cara de mi hermana en esa noche del veinticuatro de diciembre de 1812.