Opinion

A merced de la coyuntura y la concurrencia

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Cuando se contempla el pasado con la mirada del presente, se advierte la enorme magnanimidad que se tuvo en el proceso constituyente español con los nacionalismos y muy especialmente con el vasco, convertido en el gran quebradero de cabeza de los políticos españoles por razones obvias. Por cierto, al contrario de lo que ocurrió en la II República, época en la que quienes protagonizaron el debate regional de una manera más intensa fueron los catalanes. Ahora vemos que todo aquel despliegue de ingeniería política de poco ha servido, pues el nacionalismo vasco jamás se ha llegado a integrar en el consenso constitucional. Este dato reviste una especial gravedad dado que los procesos constituyentes son piezas muy delicadas del devenir histórico de un pueblo y por eso resulta fundamental que todos los actores en él implicados se reconozcan en la obra conclusa. Si no ocurre así, los sobresaltos en el futuro están garantizados.

De otro lado, los Estados descentralizados, se llamen regionales o federales, son maquinarias muy complejas que exigen un punto de partida: que el todo crea en las partes y éstas en el todo. Se trata de la enseñanza más relevante que podemos extraer de los federalismos serios que existen en el mundo: el de EE UU, nación que patenta el invento en su versión moderna, o el alemán, el más señero en Europa. ¿Alguien concibe que el gobernador del estado de Nebraska o el de Arizona anunciara un referéndum para que su pueblo ejerciera el derecho de autodeterminación? ¿Alguien imagina al actual presidente del land de Baden-Württemberg haciendo algo parecido? Y es importante hacer constar que los länder alemanes son productos ideados por las potencias vencedoras de la II Guerra Mundial, espacios artificiales, por tanto, que albergan en su seno territorios de cuajado pasado político (verdaderos Estados en forma de monarquías, grandes ducados, etc). Sin embargo, hoy a nadie se le ocurre pensar en reconstruirlos.

Cuando oímos en España la cantinela del glorioso pasado de fueros y territorios históricos que, al parecer, tienen tantos de nuestros rincones, siempre pienso en Prusia, un Estado con toda la barba que, en el siglo XIX, puso de rodillas al Imperio austriaco y a la Francia del II Imperio y que desapareció del mapa por un acuerdo de los generales aliados en Berlín. ¿Reivindica alguien en Alemania la reconstrucción de Prusia, alguien quiere reponer sus derechos históricos? Pues por estos pagos nos hemos acostumbrado a desenterrar reyes y a refocilarnos en antiguas batallas para fundar sobre esos cadáveres o sobre esos jirones de la Historia nuestro futuro político.

Así se pone de manifiesto con la incorporación a la Constitución de los derechos históricos, por medio de la cual se permite la existencia de un derecho previo a la Constitución que ésta ha de asumir, franqueándose además la entrada a un sujeto jurídico, el 'pueblo', exigente y tenaz, pues que no está dispuesto a renunciar a ninguno de tales derechos aunque tampoco a incorporarlos definitivamente ni a explicarnos en qué consisten. Pueden ser tan sólo «actualizados», que es algo así como someterlos a un tratamiento geriátrico porque es cierto que los años se agolpan en sus entretelas. Lo malo de este invento es que ha fructificado, de suerte que la siembra de tal pensamiento en los huertos de otros nacionalismos pone de manifiesto lo arraigado de esas ansias preconstitucionales y románticas, primas hermanas de la singularidad, la exención, la inmunidad, cuando no del acuerdo o pacto entre iguales, que llevan a lo que ahora se llama la «bilateralidad». Pero sépase que los países serios que han tenido que recurrir a figuras similares a nuestros derechos históricos las han eliminado en la primera ocasión que se les ha presentado. Así ocurrió con lo que la doctrina alemana llamó a finales del XIX 'Reservatrechte' (derechos reservados), un compendio de privilegios antiguos que incluían 'embajadas', presidencias o competencias exclusivas en el correo, el telégrafo o los ferrocarriles y que Bismarck ofreció a Baviera y otros estados del sur para que aceptaran integrarse en el Imperio. Cuando llegó la redacción de la Constitución de Weimar (1919), fueron suprimidos sin más. Tal supresión vino a propuesta de las fuerzas progresistas que la elaboraron: liberales y socialistas. Los más osados arqueólogos políticos suelen decir, cuando alguien -como es mi caso- aduce el ejemplo alemán, que nuestro país nada tiene que ver con Alemania. Abultada ignorancia la que esconde esta afirmación, porque España tiene un saldo deudor permanente respecto de las construcciones constitucionales alemanas. Copiamos la Constitución de Weimar en 1931 y copiamos buena parte de la Ley fundamental de Bonn en 1978. Esto sin citar lo que han significado los libros de los juristas alemanes de los dos últimos siglos para nuestro derecho público o las sentencias del Tribunal Constitucional alemán para el trabajo diario del nuestro. Recordar todo esto produce una mezcla indefinida de cansancio, mareo y tedio, pues se trata de cuestiones bastante elementales que deberían ya darse por sabidas.

Pero en ésas estamos. En estos momentos, además, a la existencia de estas piezas exóticas en nuestro texto constitucional ha de unirse el animado proceso de reforma de los Estatutos -en Valencia, Cataluña o Andalucía-, que está proporcionando un panorama que puede calificarse desde el punto de vista estético como barroco, y desde el punto de vista político y jurídico-constitucional, como un dislate de filigrana. Porque ¿qué es sino un atropello a la más elemental razón jurídica ir aprobando Estatutos de Autonomía aquí y acullá sin tener previamente los planos del Estado que queremos construir? Es al proceder de esta manera atolondrada e irreflexiva cuando salen soluciones tan pintorescas como la de atribuir un río al pueblo ante el cual pasan cantarinas sus aguas, que es algo parecido al hecho de que Viena quisiera apropiarse del Danubio porque el joven Strauss escribió un famoso vals a él dedicado. O se (des) organiza el sistema sanitario con tal refinamiento que es necesario elaborar ahora un plan de vacunas, pues las comunidades autónomas han querido dejar en la administración de la vacuna contra la viruela sus propias e intransferibles señas de identidad. O se pretende crear 17 consejos judiciales como si no fuera desventura suficiente la existencia del que ya conocemos... Y así sucesivamente.

¿Qué hacer? Enmendar los muchos yerros cometidos exige que metamos en la cabeza de los gobiernos -de éste y de los que le sucedan- que la estructura del Estado no se puede construir sobre la coyuntura parlamentaria que brinda cada ocasión, sino a través de pactos forjados entre quienes creen en el Estado, y no con quienes desean suprimirlo o esqueletizarlo. Pues ha de saberse que sólo podrán existir estructuras descentralizadas eficaces si el Estado previamente cuenta con junturas bien engrasadas y con potentes instrumentos de cohesión. Lo contrario nos lleva a poderes públicos anoréxicos, una golosina para los intereses privados.