LOS PELIGROS

La Roja

Aunque me tienta, no es mi intención hablar de fútbol sino del fenómeno político que puede verse alrededor de lo que en principio es un mero divertimento. Está claro que veinticuatro personas, sumando jugadores y entrenador, pueden conseguir hacer país y unificarnos en intenciones, aunque sean tan efímeras como dura el campeonato y tan evanescentes como celebrar una espléndida victoria que no cambiará en nada la vida de casi nadie. Pero está bien, y desahoga mucho, sentirse importantes en algo, aunque sea por delegación. Me parece positivo que haya surgido esta identificación con una España común, en la que creo, pero me alegraría más que no se quedara sólo en la euforia de sentirse parte de lo que sale bien y llegara también a lo que no sale, a lo que exige de nosotros más implicación que alzar las copas y tocar el claxon para celebrarlo. No quiero ser aguafiestas, pero me creeré más ese grito de España cuando suponga que las comunidades con exceso de agua la cedan a las que les falta, cuando unos territorios no compitan por el empleo con otros con triquiñuelas en los impuestos, cuando las autonomías ricas no discutan la financiación de las pobres. Aunque, llegados aquí, ¿realmente se grita un proyecto común?

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Ya se dio que algún paranoico político denunció una manipulación subliminal en lo de la roja, como una invitación al voto rojo, desconociendo que el apodo nos lo pusieron los italianos en la Olimpiada de Amberes de 1920. A otros tampoco le gustó que retransmita los partidos una televisión supuestamente progresista (lo de supuesta es por su promoción de la tortura de los toros como espectáculo). Por ello, el gobierno de Esperanza Aguirre destina dinero público para habilitar otro local donde poder seguir a la selección, duplicando la oferta que ya hace, como empresa privada, la citada televisión. Extraño planteamiento liberal donde el dinero público interfiere en la competencia entre televisiones privadas. Salvo que se quiera reunir, aparte, «a los suyos». Se pide una normalización del uso de la bandera nacional por todos, pero parece como si molestara perder el monopolio. Hasta se critica que vaya a la final el presidente del Gobierno, obviando que representa allí a todos los españoles. Esa normalización pasa por una identificación afectiva y política. La primera necesita una renuncia rotunda a la apropiación y respeto a la biografía torturadora de este país. Sólo así se entenderá que en algunos sitios se celebraran los triunfos de la Selección con la bandera republicana.

La identificación política está aún lejos. Detrás de esas banderas de unidad hay poca unanimidad en lo que es España. Por estas fechas se lanza un «Manifiesto por la lengua común» que parte de premisas preocupantes, contrarias a la Constitución: jerarquiza el castellano como «lengua principal» frente a las otras, tan españolas como ésta; no reconoce derechos lingüísticos a los territorios sino sólo a los ciudadanos, entrando en un peligroso cuestionamiento de otros derechos autonómicos reconocidos en los Estatutos; y da por «cumplido sobradamente» el mandato constitucional de «especial respeto y protección» de las otras lenguas. ¿Se debe acabar, por tanto? Estos principios pretenden modificar el equilibrio alcanzado sobre la lengua castellana que tenemos «el deber de conocerla y el derecho a usarla». No dice el deber de usarla. Para conseguirlos proponen algunas medidas concretas, mezclando lo obvio (presuponer la comprensión del castellano), lo razonable (poder ser atendido en centros oficiales en esa lengua), lo abstracto («es recomendable» la rotulación bilingüe de edificios y vías) con lo claramente inconstitucional (el uso obligatorio del castellano por todos los representantes políticos en funciones estatales, dentro y fuera de España). Por supuesto, no se cuantifica el costo de dos sistemas educativos completos, uno por idioma. Porque, se supone, que el derecho a elegir idioma educativo será recíproco. Ni tiene en cuenta que el modelo sólo aplaza la discriminación a cuando deban incorporarse a un mercado que va a exigirles un dominio de la lengua vernácula.

Quizás todo es más sencillo. Nadie se escandaliza por llamar a los jugadores por su nombre. Ni Xavi es Javier ni Césc es Francisco ni Iker es Visitación. Esa es la España que existe realmente. No otra.