LOS LUGARES MARCADOS

Flora y fauna

Desde la autovía de Cádiz, entre el río San Pedro y el caño de Río Cortado, hace ya unos años que vive una comunidad de flamencos rosados. La mancha carmín que forman sobre el agua plateada de las salinas, a la hora del crepúsculo, me impresiona todas las veces que tomo ese camino. Y si echan a volar, ligeros e imposibles, forman a contraluz una estampa extraordinaria que recuerda películas ambientadas en África.

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Antes de que llegaran -para quedarse- a las salinas, yo sólo había visto flamencos de verdad en el zoológico, donde viven cercados de espejos, porque -me explicaron- debido a su carácter gregario necesitan creer que están rodeados por una multitud de seres semejantes. Me parecieron entonces frágiles, dibujos estilizados e imprecisos de sí mismos, como esas representaciones japonesas de tinta y acuarela sobre papel de arroz. Sin embargo, en libertad parecen otra cosa: están más vivos, y son más intensos, más definidos. La bandada al completo, apretada, compacta, tiene una energía difícil de explicar. No son idílicos: son simplemente bellos, animalmente bellos.

Pero el milagro sonrosado de los flamencos aún es más prodigioso sobre la flora extraña y delicada de aquel paraje. Es un paisaje perturbador. La vegetación, que debe de extraer a duras penas el jugo salobre del suelo, conjuga su humildad con unos tonos fastuosos: está la verdolaga marina, blanquecina y carnosa, la ínula en dorados montículos, el almajo dulce, de un verde tierno, las sarcocornias de color púrpura, la franquenia de flores rosas, a la que llaman brezo del mar. Es un privilegio contemplar tanta belleza en equilibrio. Y -ya pasado el día mundial del medio ambiente- no hay que dejar de repetir que somos responsables de que se conserve así para (como dice ahora, un poco tarde, una empresa millonaria) «los hijos de nuestros hijos».