MAR DE LEVA

Cara a cara

Como las oscuras golondrinas de Bécquer, que mire usted por donde también era bisojo, nos desbrozan de la avenida las torretas enfundadas y los espumillones navideño-carnavaleros y de la noche a la mañana, a la voz de ya, aparecen las farolas engalanadas con los caretos de nuestros candidatos, todos repartiéndose como hermanos los tramos de nuestra ciudad, lejanos ya los tiempos de los carteles de unos que cubrían los carteles de los otros y nos dejaban las paredes hechas unos zorros que ni aquel desconocido Zorro Justiciero («Queremos los donuts sin agujeros», ¿recuerdan?), era capaz de quitar con una rasqueta.

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Un momento, me digo mientras paso de territorio pepé a territorio sociata sin que mis entendederas me expliquen qué motivo hay para que un barrio se asome cada día viendo la sonrisa profidén de uno y otro barrio la de otro. Estos no son mis candidatos, que me los han cambiado. Vale que los políticos juegan a que no tengamos memoria, que parece que somos todos tan tontos que es verdad que no la tenemos, ¿pero hasta el punto de creer que no nos hemos quedado con sus caras? Válgame el cielo, qué horror, ¿en qué caballito de feria se hacen esas fotos? ¿Qué asesores de imagen se han traído, no sé, de la clínica del doctor Pitanguy? Uno entiende que según qué próceres no sean capaces de mirarse cada mañana en el espejo, ¿pero esas caras con las que nos prometen el oro pero no el moro? ¿Son ellos o son sus personajes de la Second Life? ¿Su versión de los Mii de la Wii? Los guiñoles de la tele son más humanos que esos replicantes de plástico que sonríen ocultando el colmillo.

¿Han visto ustedes caras más de goma que no sean en El Millonario? Una cosa era el flush de David Hamilton, que ocultaba celulitis y partes imaginadas en aquellas sesiones de Bilitis en el cine Imperial, o los retoques con aerógrafo de las chicas desplegables del Playboy, que a fin de cuentas lo que venden son perfecciones imposibles, pero para aplicar el Photoshop o equivalentes a las fotos de nuestros candidatos haría falta un poquito más de decoro. Uno mira a don Mariano y le parece, de verdad, un muñeco de cera escapado de Madame Tussaud, y encima ni siquiera le han arreglado la mirada.

Tanto que vemos a doña Teófila por las calles de Cádiz y en los carteles parece, más que una doble suya, una sobrina institutriz recién llegada de Suiza con una beca Erasmus. Javier Arenas, cáspita, parece escapado de un descarte para interpretar a una peli biográfica de Los del Río. Manuel Chaves sólo se asoma a la mitad, me imagino por qué, sonriente y, éste sí, con los poros de la barba abiertos y sin retocar (o, todavía peor, ya retocados, como las orejas de Clark Gable, que con cirugía plástica y todo le quedaron como le quedaron), adornado por un eslógan que puede malinterpretarse de todas las maneras posibles, quizá no tanto como el de su partido a nivel nacional, donde aparte de meterse en los fangales de la fe, dado que nos piden que «creamos» con un título que parece inspirado en un libro del padre Loring, en una de las fotos de Zapatero que ahora recubren nuestras cabinas se le ve en una actitud, y con uno de los textos reconociendo que lo está consiguiendo, en la que parece que el hombre está haciendo lo que todos pensamos con la ayuda de un par de comprimidos de Laxatin.

A la vista del miedo a las arrugas, parece que en la España de hoy gente como Winston Churchill, Maggie Thatcher, Ronald Reagan o el mismo Gandhi no tendrían nada que hacer. Los partidos han convertido a sus cabezas de lista en puros replicantes, gente sin alma de gesto artificial, androides de protocolo.

Me pregunto ahora si en Blade Runner aquel gigantesco cartelón animado junto al que volaban los coches, el del rostro de la japonesa, no sería un cartel de campaña electoral de alguien sometido una y mil veces a los liftings digitales.

Y todo para que luego, en los cara a cara, sean incapaces de articular dos palabras sin leerlas, o se olviden de cerrarse la chaqueta.