TRIBUNA

Mercadeo electoral o humo de los barcos

Al reflexionar sobre el sexo, J. M. Coetzee afirma que la «naturaleza del deseo es la promesa, no la entrega». Hace dos mil años, un breviario sobre ardides electorales atribuido a Quinto, el hermano de Cicerón (s. I a. C.), indicaba que los candidatos han de ser generosos en promesas, porque la gente prefiere que se les mienta a que se les niegue ayuda. Ambos testimonios ilustran bien, en distintos ámbitos, que la promesa prevalece sobre la realización de lo prometido. Y en ella, como es sabido, se sustenta todo andamiaje electoral. En la España de hoy, no obstante, se observa la implantación de un estilo más depurado, de naturaleza subastera, muy cercano al «y yo más» de las pugnas infantiles.

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Los dos principales partidos han sucumbido al «síndrome del ofertón», como ya ha sido calificado por algún ingenioso periodista, y se han consagrado a un mercadeo ad infinitum con todas las parcelas del bienestar de los ciudadanos: igualdad, conciliación familiar, impuestos, pensiones, inseguridad... A la imagen general del político, ya bastante deteriorada tiempo ha, se superpone ahora la de un individuo que alardea de un poder casi omnímodo, al mostrar sin escrúpulo que casi todo (incluso lo que no se hizo cuando se ejercía el gobierno) es ofertable a cambio de votos. Añádase el ritmo atropellado con que se suceden las propuestas, que envejecen en pocas horas, en algunos casos después de haber dejado abierto un debate fast food (léase, por ejemplo, inmigración o ley del menor). Si bien hace tiempo que el ciudadano, ante las campañas electorales, tiene la sensación de ser testigo irremediablemente de la perpetración de una gran estafa, en la actual coyuntura empieza a cundir además la impresión de que los programas electorales del PSOE y del PP están traídos por los pelos y que muchos de los envites de estos días salen de la chistera de la improvisación en respuesta a los últimos movimientos del adversario. Ya no son ZP y Chaves los únicos que regalan a troche y moche cheques-exprés; también Rajoy y Arenas buscan colarse, cual billetes de cien euros, en la marchita cartera de millones de votantes. Los próximos españolitos nacerán no sólo con un cheque bajo el brazo, sino con una billetera para ir a la guardería, visitar al dentista, estudiar Primaria y Secundaria, asistir a actos culturales, montar un negocio, trabajar por cuenta ajena y comprar una vivienda. Nuestra vie en rose. ¿A qué este mercadeo tan abrumador, este empacho de dones sin cuento?

Puestos a buscar una explicación, cabe pensar en la sombra alargada del 11-M. Y es que ZP y Rajoy se juegan mucho más que el gobierno de España en los próximos cuatro años. Se juegan, en modo retrospectivo, la credibilidad del 14-M. En el caso de ZP, la victoria de hoy ahuyentaría en gran medida los fantasmas de entonces, por mor de una ecuación sencilla: si ha vencido ahora por méritos propios, ¿por qué no pudo hacerlo hace cuatro años? Tratándose de Rajoy, léase lo contrario: su victoria ahora insuflaría grandes dosis de verosimilitud a la teoría de que ZP jamás hubiera vencido de no producirse los atentados. Así pues, el 9-M ha de despejar dudas y situar a cada cual en su lugar en la historia reciente de España. Y es indudable que el perdedor lo será por partida doble.

Acaso ahí esté la razón de este inusual despiece del bienestar en vales personales e intransferibles, en este espectáculo donde los candidatos arroban al pueblo a fuerza de rancheras y milongas caribeñas. De ahí también la divinización de los debates televisivos, con su trampa y cartón evidentes, pues reducen a sordina los proyectos políticos en pro del individuo: ZP versus Rajoy, con un fondo rojo bermellón o azul intenso. Sin embargo, a poco que el ciudadano analice la cascada mágica de soluciones que emana del rostro maquillado de los actores, advertirá que con pellas de yeso quebradizo se cubren las fallas de la sociedad española, pero no se reparan.

Como tampoco puede cifrarse en el dominio de la apostura televisiva la coherencia, honestidad y credibilidad que el ciudadano exige a quienes aspiran a tan altos menesteres. Por suerte para los políticos, no todos los electores sabrán separar el trigo de la paja, y ahí, en ese río revuelto, pescan. Lo hacen desde siempre.

El cebo son las promesas, las que nunca se cumplirán y las que, pasados unos meses, habrán quedado reducidas al humo efímero de los barcos.