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El Comentario | Epitafio para un enemigo público

Una de las características de nuestro tiempo consiste en no mirar a la cara al enemigo, en negarse a nombrarlo. Ocurrió con ETA como ocurre con el yihadismo. Osama Bin Laden hizo caer las torres de Manhattan y hubo periodistas que dijeron que eso les pasaba a los Estados Unidos por construir edificios tan altos. En definitiva, nos resistimos a aceptar que en la experiencia humana de ayer, de hoy y de mañana existe una realidad que es el enemigo, los enemigos. Hace unos días, un coche-bomba acababa con la vida de uno de los hombres que más ha sabido de bombas y coches-bombas, Imad Mugniyah, el terrorista jefe de la Hezbolá y uno de los fundadores por antonomasia del terrorismo islamista, uno de los terroristas más activos de nuestro tiempo.

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Sus patronos eran el régimen genocida sirio y la teocracia iraní. Su objetivo a corto plazo, la destrucción de la convivencia posible en el Líbano. A largo plazo, tejía una de las redes terroristas más temibles del mundo globalizado. Los servicios de inteligencia de Europa, Estados Unidos e Israel llevaban más de treinta años buscándole. Se disponían de pocas fotografías de Mugniyah, escasas declaraciones, casi ninguna aparición pública. Su cometido esencial era matar y enseñar a matar. Cambiaba de aspecto constantemente, como cada una de sus citas tenía lugar en una casa distinta. Aparecía y desaparecía como un fantasma con un rastro de sangre. De joven había tenido las simpatías de Arafat, de quien fue guardaespaldas en Beirut. De Beirut pasó a Sudán donde hizo amistad con Osama Bin Laden. Por ahora no se sabe quien le envió el coche-bomba que ha acabado con su vida, precisamente en Damasco. De hecho, la Hezbolá negó repetidamente incluso la existencia de Mugniyah. Sin embargo, en su funeral, hace unos pocos días, el ataúd estaba cubierto con la bandera de la Hezbolá. Hasta ahora se hablaba de él como Gran Hermano o El Zorro. El propio líder de la Hezbolá, Hasan Nasrallah, le defendía nada menos que como «luchador por la libertad», pero no asumía sus vínculos. Lo cierto es que los restos de Mugniyah reposan ahora en el panteón de los mártires, insignia de la Hezbolá, la organización que se presenta como protectora de los musulmanes libaneses, una suerte de ONG, un Estado en el Estado que garantiza el bienestar de la buena gente chiíta. Ha sido el más grande artífice de la destrucción de Beirut, el aliado eficaz de Bin Laden, el enemigo a muerte de Israel. Inicialmente, los expertos casi nunca vincularon a Mugniyah con Al Qaeda hasta que aparecieron las primeras pistas de su posible conexión con el macro-atentado del 11-S.

Desde entonces, los datos de la estrecha vinculación han ido abundando. Las trayectorias de Mugniyah y la de Osama Bin Laden no sólo son complementarias: en más de un aspecto, fueron concertadas. Así lo revelaban los atentados en Kenia y Tanzania, en Pakistán, en la Arabia Saudita, en Buenos Aires. Beirut fue convirtiéndose en un objetivo de preferencia.

La primera fase consistía en obligar a los Estados Unidos a retirarse del Líbano. Mugmiyah urdió el pavoroso atentado contra el cuartel de los marines en Beirut en 1983. Hubo 241 muertos. Ahora la pregunta es dónde y cómo va a vengarse la Hezbolá por el asesinato de Mugniyah.