A una lechuza muerta

La muerte suena a cristal roto, a un batacazo sordo en la tarde. Están de luto estos días los pájaros de mi jardín y han montado un velatorio con plañideras que comienzan a las siete de la mañana y terminan la jornada laboral al caer el sol. Incluso ha llegado algún ave desconocida que pía extraño, como un pariente venido de lejos. Del ciprés han colgado pequeñas calaveras a modo de crespones, como las que veía Delibes a la sombra de este árbol, en señal de condolencia.

Con este rebrote del invierno todo el jardín está de luto. El lunes por la tarde se mató una de las dos lechuzas que anidaban cada año, y desde hace cinco, en el tiro de mi chimenea en La Mudarra.

Y compartíamos la casa y en otoño se marchaban sin decir adiós y al final siempre volvían. Lo sé porque le di tierra después de que se estrellara contra una ventana en un descuido.

El «lechuzo» y la lechuza, como un verso de Lorca con alas. Ahora sólo queda el «lechuzo» que se desgañita cada noche como una catarata afónica por la pena. Le escucho a todas horas revoloteando a ningún sitio en concreto, desconcertado y furioso, como si se pensara que lo han abandonado y en verdad no sabe que se ha quedado viudo.

El año pasado pensé que tenía una cañería rota y vi por primera vez las crías de lechuza antes de que perdieran el plumón. Sonaban igual que una fuga de agua y parecían, todas, calaveras escuálidas y estiradas. Este año no habrá huevos. Y sin lechuza yo no sé si habrá primavera. Para Bécquer las golondrinas, y para mí una lechuza viuda.

Yo les hablo de mi lechuza porque como decía Chesterton: el periodismo consiste esencialmente en decir «Lord Jones ha muerto» a gente que no sabía que Lord Jones estaba vivo. Y mi lechuza, que no era mía, estaba viva y ahora ya no lo está.