LA HOJA ROJA

DESCONTROLADOS

Me da igual cuánto cobre un controlador aéreo, que trabajen sometidos a una fuerte presión o si privatizan el sector y lo que sí que me importa es que en este país estamos acostumbrados a recolectar los derechos mucho antes de plantar las obligaciones

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Al final todos terminaremos dando la razón a Al Gore y sus teorías sobre el calentamiento global y el cambio climático. Por lo menos, es una manera razonable de justificar tanto frío, tanta lluvia, tanto calor y un tiempo tan descontrolado como el que estamos padeciendo. Descontrolado, que es un término que llevamos más de una semana utilizando alegremente, como sinónimo de todo lo que acontece. Los controladores estaban descontrolados, nos dicen. Nosotros podríamos preguntar -como en aquel trabalenguas que aprendíamos de pequeños-: «¿Quién los controlará? el controlador que los controle, buen controlador será». Total. En esto llevamos ventaja. ¿Quién los controlará? Son todo conjeturas, porque andamos resabiados y en el fondo, sabemos que no les pasará nada, que saldrán unos cuantos responsables y los demás se quedarán como estaban, porque a los únicos que nos pasó algo fue a los incautos que a pesar de la crisis -lo siento, no quise parecerme tanto al Ayuntamiento- nos las prometíamos felices en un largo puente, aún con la amenaza de la lluvia y del frío. Sí. Yo también podría unirme a cualquiera de las plataformas de damnificados de los controladores aéreos, porque el pasado sábado tendría que haber estado en Santiago de Compostela, apurando los últimos coletazos del Xacobeo. Tenía el vuelo pagado, el hotel reservado, las maletas hechas, un par de visitas ya concertadas y la esperanza de que un cambio de aires sería la manera perfecta de olvidar que también soy funcionaria y estoy sometida a los recortes salariales que el Gobierno estime oportunos para intentar sacar a este país de su mísera economía. En fin. Como al final el cuento de La Lechera es uno de los que mejor me sé, no me costó trabajo ir deshaciendo cada uno de los planes para el fin de semana y guardándolos para otra ocasión. Peor lo tuvieron otros. Los que habían pagado con mil sacrificios un viaje de vuelta a casa, los que volvían a ver a la familia, los que tenían que examinarse, los que estaban pendientes de una revisión médica, los que volaban para recoger a sus hijos después de varios años de espera, los que -de verdad- sufrieron crisis de ansiedad y de impotencia. Peor lo tuvieron otros, ya lo saben, efecto Pollyana, el que no se consuela es porque no quiere. Porque no quiere o porque no ha querido esa especie protegida de trabajadores que llevan media vida echándole un pulso al Gobierno, esos a los que no podemos poner cara porque no la dan. Bueno, la da la señora que se tapa con un bolso mientras llama «hijos de puta» a los periodistas, la señora histérica que sufría porque la Guardia Civil tenía una pistola -como si habitualmente llevaran un pirulí de La Habana- y la da César Cabo, el que hasta hace unos días era el controlador guaperas, ése al que en Facebook le colgaban cosas como «quiero que César Cabo me haga perder el control» y ahora piden directamente que lo cuelguen a él. Cosas de lo mediático. Y eso que él estaba de vacaciones. Vaya por Dios. Ahora que justifiquen de alguna manera el estado de ansiedad que el pasado viernes hizo sentirse indispuestos a todos los controladores de forma simultánea.

Verán. A mí me da exactamente igual cuánto cobre un controlador aéreo, porque bastante tengo con averiguar lo que me quitan de mi sueldo. Me da exactamente igual que trabajen sometidos a fuerte presión y a grandes dosis de responsabilidad, porque eso va también en la nómina. Me trae sin cuidado la titulación requerida, quién imparta los cursos que los acreditan para estar en una torre de control, si privatizan o no la gestión de los aeropuertos, si les cuentan o no las horas de formación. Total, que como a usted, la situación laboral de los controladores aéreos, me trae al fresco. Lo que no me da igual, como a usted, es que en este país estamos acostumbrados a recolectar los derechos mucho antes de plantar las obligaciones, y a que el Estado sea algo que ni se vea, ni se note. Acostumbrados a que nos corten el Puente -cualquier puente, real o virtual- cada vez que un colectivo cree ver una amenaza a sus intereses, cada vez que papá o mamá nos dice que no. Acostumbrados a que la pataleta siempre de resultado.

Por eso, la actuación del Gobierno en este caso -insisto, en este caso- ha sido algo más que una forma airosa de acabar con el caos en los aeropuertos porque ha sido una actuación de Estado. Ha sido la manera en que el Estado ha dicho «hasta aquí hemos llegado y esto no se puede consentir», una manera paternalista de educar, de esas que aplaudimos cuando lo dice el juez Calatayud, pero que ponemos en cuarentena y miramos con recelo cuando lo dice el ministro Rubalcaba. Afortunadamente, nuestra Constitución -la misma que celebraba su fiesta en esos días aciagos- tiene los mecanismos suficientes para poner coto a la irresponsabilidad civil, al despropósito, al chantaje. Y afortunadamente, funcionó eso de actuar como Estado, por encima del Gobierno y de los partidos de la oposición.

Era la primera vez en la historia de nuestra democracia que se decretaba el Estado de Alarma, igual que hace menos de un año fue la primera vez en la nuestra reciente historia democrática en que se bajaba el sueldo a los funcionarios públicos. Quizá algo esté cambiando y no nos damos cuenta. Al final, todos terminaremos dando la razón a Al Gore y sus teorías sobre los cambios. No nos queda otra. Eso, o acabar descontrolados.