El corresponsal de ABC en Asia, Pablo M. Díez, se prueba un traje especial antirradiación en su visita a la central de Fukushima
El corresponsal de ABC en Asia, Pablo M. Díez, se prueba un traje especial antirradiación en su visita a la central de Fukushima - abc

Así entré en Fukushima

Acompañando a un grupo de políticos locales, el corresponsal de ABC accede a la siniestrada central nuclear, que limita las visitas de los medios por su elevada radiación

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Llevaba cuatro años intentando entrar en la central nuclear de Fukushima, escenario del peor desastre atómico junto a Chernóbil. Desde que el 11 de marzo de 2011 salí pitando de Pekín para cubrir el tsunami de Japón, que arrasó su costa nororiental y provocó el accidente en la planta, llegar a su interior se había convertido en el mayor reto para los periodistas que cubrimos Asia.

Debido a las fugas radiactivas que liberaron tres de sus seis reactores, que se fundieron cuando el tsunami destrozó sus sistemas eléctricos de refrigeración, la central de Fukushima 1 permanece aislada en medio de un perímetro de 20 kilómetros evacuado a su alrededor. A ella solo pueden acceder los operarios de la empresa eléctrica que la gestiona, Tepco, que puntualmente organiza visitas de medios con sede o corresponsalías en Japón.

A pesar de solicitarlo repetidas veces, sobre todo en vísperas de los aniversarios de la catástrofe, no había manera de unirse a dichas visitas, reservadas por lo general a las agencias y a grandes medios nipones e internacionales.

Finalmente, y gracias a un buen contacto en Japón, conseguí ser invitado a visitar la planta junto a un grupo de políticos locales en noviembre del año pasado. Pero el adelanto de las elecciones al mes de diciembre obligó a aplazar nuestra visita hasta mejor fecha, con mi consiguiente decepción. Afortunadamente, los japoneses son gente que cumple su palabra y, tal y como habían prometido, volvieron a organizar otra visita, que tendría lugar el 14 de abril.

Acompañando a este grupo de políticos de Tohoku, la región del noreste de Japón sacudida por el tsunami, pude entrar en la central nuclear de Fukushima el pasado martes. Aunque la comitiva viajó junta en autobús, yo preferí hacer el trayecto en el coche de mi traductor para así poder detenernos a tomar fotos en la “zona muerta” evacuada alrededor de la planta, donde ya se están reabriendo algunos lugares para que vuelvan sus residentes.

Tras recorrer estos pueblos abandonados, que parecen el decorado de una película apocalíptica, habíamos quedado en reunirnos con el grupo en “J Village”, el complejo deportivo donde se entrenaba la selección nacional de fútbol japonesa. Como un triste recuerdo del pasado, la foto del equipo de los “Samuráis Azules” de 2011 sigue cubriendo la puerta corredera del edificio principal, donde fotos de sus gestas deportivas cuelgan en las paredes junto a mensajes de ánimo de estrellas del cine y la música. A solo 20 kilómetros de la central de Fukushima 1, este recinto se convirtió desde el principio en la primera línea del frente contra las fugas radiactivas. Pertrechados con trajes especiales y máscaras antigás, de aquí salían los operarios de Tepco, los conocidos como “Héroes de Fukushima”, para tratar de controlar la planta. Todavía hoy, cuatro años después, “J Village” sigue siendo el cuartel general desde el que los técnicos de la eléctrica dirigen los trabajos en la central, donde ya se ha construido un edificio de oficinas y se está levantando otro que albergará a un millar de operarios para que descansen entre sus extenuantes turnos.

Nada más llegar a “J Village”, a eso del mediodía, almorzamos en una cantina para los trabajadores, donde nos sirvieron una “caja bento”, con salmón, arroz y verdura, por la que tuvimos que pagar 1.000 yenes (8 euros). Después de la comida, el grupo fue citado en una sala de reuniones donde el guía de la visita, Masahiko Katori, nos entregó un dossier con numerosos gráficos detallando la situación en la planta y proyectó también un vídeo explicativo. Tras responder nuestras preguntas, nos dirigimos hacia la planta de Fukushima en autobús, atravesando de nuevo la zona evacuada y pasando por tramos donde se almacenan los escombros que dejó el tsunami.

A medida que nos acercábamos a la central, la radiación subía en el contador Geiger que llevaba el guía Katori, alcanzando sus máximos niveles en la puerta. A pesar de la radiactividad, las visitas ya no necesitan un traje especial ni máscaras antigás para recorrer la planta, sino solo una mascarilla quirúrgica, guantes, fundas para los zapatos y un contador para medir la radiación. Con esta protección, nos subimos en otro autobús que nos hizo un recorrido por toda la planta, desde sus reactores hasta los depósitos donde se almacena el agua contaminada pasando por la zona de la costa por donde entró el tsunami. Aunque no podíamos bajarnos del vehículo por la elevada radiación en el exterior, el ambiente que se veía desde sus ventanas era fantasmagórico. Bajo una fina lluvia que caía de un cielo plomizo, y entre una jungla de grúas, andamios, tuberías, máquinas excavadoras y camiones, un ejército de operarios con trajes blancos y máscaras antigás se afanaba por reparar los destrozos que hace cuatro años causaron las explosiones en los reactores. Pero no pueden llegar hasta sus núcleos, que siguen fundidos en un amasijo de escombros, porque la radiactividad los mataría en poco tiempo.

Al final del recorrido, pasamos por unos tornos donde nos midieron la radiación, que no había pasado de 0,0 “microsieverts” por hora porque no nos habíamos expuesto al exterior, y emprendimos el camino de vuelta a “J Village”, donde pudimos hacerle más preguntas a nuestro guía. Al caer la tarde, satisfecho por haber entrado finalmente en la central, salimos de las tinieblas que empezaban a cubrir la “zona muerta” de Fukushima.

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